He pasado los tres últimos días metido en el Congreso de Periodismo Digital que se celebra en Huesca y que cerró ayer su vigésima edición. A vueltas con la tecnología, los muros de pago (que pronto llegarán porque elaborar información de calidad es muy caro y no puede mantenerse el actual gratis total), los nuevos proyectos, las transformaciones... y las famosas noticias falsas (fake news, ya saben). Sobre esto último hay ya mucha experiencia, mucho análisis técnico y no poca literatura. Trump ofrece a mis colegas norteamericanos abundante material a diario, porque miente constantemente y ha logrado que, pese a todo, millones de compatriotas suyos consideren que son más bien los medios liberales (progresistas, según el vocabulario yanqui) los que atacan al presidente con malas artes.

Lo evidente es que en los EEUU o en Europa mucha gente ha llegado a la convicción de que todos (políticos, periodistas, científicos o empresarios) mienten, y ha decidido creerse tan solo lo que encaja con su propia visión del mundo, con su particular ideológía. A partir de ahí, los hechos comprobados no cuentan (y algunos dicen que la tierra es plana o niegan el calentamiento global o desprecian el problema de la contaminación) y los mensajes extremistas, demenciales, absurdos pasan a ser normalizados. O sea, que el miedo y el odio recorren las redes empujados desde granjas de trolls y robots debidamente programados.

Entonces, de repente, suceden cosas como la de Nueva Zelanda, transmtida a través de Facebook, en un formato idéntico al de los videojuegos de acción. Uno o varios tipos, intoxicados por los alegatos sobre supuestas invasiones musulmanas, autovictimizados, sumergidos en la burbuja neonazi, asesinan a cincuenta personas en las mezquitas de un país donde nunca hubo atentados yihadistas ni cosa parecida. Y luego se descubre el manifiesto escrito por uno de los asesinos, repleto de clichés ultraderechistas. ¿Un loco? ¿Un sociópata? Bueno, él se define en ese mismo manifiesto como «un hombre blanco normal».