Tres palabras me vienen a la cabeza cuando pienso en Alfredo Pérez Rubalcaba. La primera es discreción; la segunda, eficiencia, y la tercera, política. Un político que dejó huella allá donde estuvo y que pasó por ese mundo, tan ruidoso a menudo, sin estridencias, con discreción. Uno de los grandes logros de este país, la creación desde la nada de un sistema universal, público y gratuito de Educación, no podría concebirse sin la figura de Rubalcaba como apoyo principal de José María Maravall, antes de relevarle tan discretamente como acostumbraba. Pero es que uno de los mayores éxitos históricos de la política española también llevará siempre su firma: la victoria democrática s obre el terrorismo de ETA. Solo con eso bastaría para tener un lugar de honor en la Historia de España. Y aún prestaría un último servicio al país y a su partido cuando, en plena crisis económica y con el gobierno de Zapatero superado y rechazado por la opinión pública, dio la cara a sabiendas de que se la iban a partir. La otra palabra que es inseparable de Rubalcaba es esa: socialista. Y luego se volvió a su casa y a sus clases de Química. Un profesor que hizo un largo paréntesis (más de treinta años) para trabajar en nuestro nombre allá donde hizo falta. Un hombre entregado al servicio público que nunca hizo alarde de patriotismo hueco, ni necesitó envolverse en la bandera para ser un verdadero patriota. Y un ejemplo que, en estos tiempos de bronca y monólogo, nos recordará siempre que la esencia de la buena política no es el insulto sino el diálogo. Que nadie lo olvide.