Era la majestad de los tiempos antiguos, la voz con la que Grecia resonaba en nuestros oídos, el gesto que transportaba a lugares que se comenzaba a amar. Eugenio Frutos, mi, nuestro, primer profesor de Filosofía en la universidad.

Todavía me alimenta el estupor que me produjeron sus primeras clases. Sus referencias a la locura como origen del saber, su pregunta sobre si nosotros, desde el presente, somos capaces de entender a los griegos, si estamos en disposición de leer lo que aquellos escribieron. Claro que, escuchándole, mi pregunta era todavía más fundamental: ¿estoy en disposición de entender lo que este hombre me cuenta? En su boca, las palabras adquirían un sentido totalmente desconocido. Discurso. Hasta ese momento, para mí, discurso era, simplemente, lo que un orador pronunciaba desde una tribuna. Pero, de repente, apareció el «discurso de los griegos», el «discurso mítico» y una nueva palabra fue incorporándose a mi lenguaje.

Eugenio era el misterio del saber. El saber hecho misterio, teatralizado, en un gesto que quizá pretendiera contextualizar el «discurso». Su voz profunda, cavernosa, de una caverna que, desde luego, no era la de Platón, desgranaba, rítmicamente, la inscripción a la entrada de un templo sumerio: «Lu eabna ta, ib taa…eea», «Todo aquel que entre en el templo…», nos tradujo, e inmediatamente, las puertas del templo se abrieron. Y nunca más se volvieron a cerrar.

No tengo palabras para describir el mundo que me abrió Eugenio. No fue solo Grecia, el mito, sino toda una serie de maravillosos autores que habían escrito sobre ello. Vernant, Vidal-Naquet, Detienne, Rodríguez Adrados…¡Dodds! A pesar de que acabé especializándome en filosofía contemporánea, por culpa, dicho sea de paso, de otro héroe del saber, José Luis Rodríguez García, que me atrapó, en todos los sentidos de la palabra, para trabajar con él, la atmósfera de la que me impregnó aquel primer curso no ha dejado de acompañarme.

Tanto es así que uno de los proyectos en que estoy embarcado tiene el sello de Eugenio Frutos: la traducción de la obra de Antonio Capizzi, un filósofo italiano a quien Eugenio nos dio a conocer y que se aplica a una lectura tremendamente personal y rigurosa de la filosofía griega. Sus lecturas de los presocráticos, en especial de Parménides y Heráclito, abren horizontes de interpretación no transitados hasta el momento. Eugenio tuvo el gran mérito de conocer su obra y de hacernos cómplices en su valoración.

Porque si algo caracterizó la labor de Eugenio fue su afán de no ajustarse a los moldes tradicionales del «discurso» filosófico, de poner en cuestión las lecturas establecidas de la filosofía griega. En ese sentido contribuyó, con sus clases, a reivindicar autores y tradiciones habitualmente despreciadas u olvidadas, como la de los sofistas, aplicándose, de ese modo, a lo que es tarea fundamental de buena parte de la filosofía contemporánea de sello materialista: la crítica del platonismo y de sus perniciosos efectos teologizantes. Se trataba, siguiendo a Capizzi, de leer la filosofía griega sin las deformaciones introducidas por Platón y Aristóteles.

Eugenio el Oscuro, le llamábamos de modo cariñoso algunos de nosotros, remedando el apodo por el que la tradición aristotélica nombra a Heráclito. Su gesto de concentración en clase, paseando de un lado a otro de la tarima, como buscando las mejores palabras que hicieran justicia al pensamiento, su mirada de frente, cuando decidía haberlas encontrado, todo un ritual que perdura en la memoria. Pero del mismo modo que, como nos recuerda Capizzi, Heráclito no fue oscuro para sus contemporáneos de Éfeso, Eugenio, bajo esa ritualidad tan acusada, sabía hacer fluir con eficacia su discurso para transmitir los elementos claves del pensar antiguo.

Discúlpenme ustedes esto ejercicio filosófico, quizá poco adecuado para las páginas de un periódico. Pero es el imprescindible homenaje a un maestro. Sit Tibi Terra Levis.

*Profesor de Filosofía de la Universidad de Zaragoza