Fue la escritora Carme Riera, académica sin cuota, quien nos hizo caer en la cuenta durante una comida que, de las cuatro mujeres en recibir el Premio Cervantes, solo la última, la mexicana Elena Poniatowska, iba a poder recogerlo por su propio pie. Casi nadie recordaba que, en efecto, dado su estado de salud, la filósofa María Zambrano no pudo desplazarse y fueron los Reyes quienes, esa misma tarde, la visitaron en su domicilio, cerca del parque del Retiro. Dulce María Loynaz llegó a la Universidad de Alcalá de Henares en una UVI móvil, y Ana María Matute aguantó la ceremonia en silla de ruedas. O sea, honores casi por los pelos, al corre que te pillo.

Los muertos tienen que morirse para que les hagan caso, mientras a los vivos, los del verdadero hoyo, les siguen barriendo el piso; cada día aprietan las clavijas un poco más. Sólo faltaban las declaraciones de la presidenta del Círculo de Empresarios proponiendo bajar el salario mínimo a ese millón de jóvenes que "no sirven para nada", sin tener en cuenta que abandonaron la escuela por una fiebre del ladrillo alentada desde arriba. Vale más tomárselo a cachondeo, recordar el discurso al recibir el Cervantes cuya lectura la poeta cubana Dulce María Loynaz, sin voz suficiente a los 91 años, tuvo que delegar. Una disertación dedicada al valor primordial de la risa, que "cuando puede participarse hermana a los hombres". Una sustancia muy volátil, la risa, que ayuda a escapar de los infiernos.

Periodista