El Gobierno intensifica el confinamiento, aprovechando la Semana Santa. Aunque la actividad imprescindible no ha de paralizarse. Y es mucha: la sanidad, la seguridad ciudadana, el sector primario y sus industrias auxiliares, los servicios, el mantenimiento, los transportes, la distribución, la energía, las telecomunicaciones… Sánchez no ha sido capaz en su última comparecencia de precisar quién ha de parar y quién no este lunes. Porque vivimos en una organización social tan compleja e interdependiente que lo del cierre total es imposible. Deduzco que la construcción y la industria no esencial que aún funcionaba echarán la persiana. Y doy por sentado que los alimentos y artículos de primera necesidad seguirán disponibles, porque si no esto puede ser el caos.

Sí, es indudable que llega el momento de sacrificarse, apretarse el cinturón y decir adiós, o hasta luego, a un modo de vida que, paradójicamente, daba lugar a no pocas insatisfacciones. Es curioso: cualesquiera inconvenientes que hace solo tres meses nos parecían insufribles ahora apenas alcanzan la categoría de minucias o incluso, dándoles la vuelta, podrían ser considerados una ventaja. La España (y la Europa) protestona, incapaz de entender su condición de zona privilegiada en el panorama global, repleta de agravios comparativos y presta solo a exigir y reacia a dar (hablo en términos generales) amanece hoy nostálgica de todo lo que acaba de perder en un abrir y cerrar de ojos. El futuro inmediato nos aboca a un verano sin playas ni cruceros, ni barbacoas ni noches verbeneras, y eso contando con que la plaga ceda con la llegada del calor. Habrá que tirar de épica de la de verdad y reinventarnos (el verbo de moda), y seguramente aceptar que el decrecimiento es una opción; más sana, por cierto, para nosotros y para la biosfera que habitamos.

El coronavirus, según todos los datos, ataca con más contundencia a las aglomeraciones urbanas que a las regiones vacías, a las clases acomodadas que a las humildes, a las sociedades avejentadas que a las juveniles, a los hombres que a las mujeres. Desde ese punto de vista Occidente se lo ha puesto a huevo. ¿Sabían ustedes que en la frontera entre México y Estados Unidos son ahora los del Sur quienes se agolpan en los pasos para impedir que entren los del Norte? Y luego, claro, está el hecho de que los estados-nación del Viejo Continente se revelan como entidades poco operativas. Si no se produce un reforzamiento del poder (¡democrático!) de la Unión Europea, vamos listos.

Cambio y esfuerzo. No hay otra. El deber nos llama a todos. A los gobiernos y al sector público, pero también a las gentes del común... y a las empresas. Es inaudito el pataleo de algunas entidades económicas por el encarecimiento de los despidos teniendo los ERTE como válvulas de escape mientras dura la emergencia. O la lentitud con la que propietarios, altos ejecutivos e inversores asumen que les ha llegado la hora de justificar su función con un ejercicio de generosidad y solidaridad. ¿Cómo se explica, por ejemplo, que las eléctricas (salvo Naturgy, que conste) no aplacen facturas o apliquen tarifas reducidas a los consumidores domésticos? ¿Qué patriotismo inspira a unas entidades cuyas cúpulas ya han acumulado altos salarios, descomunales beneficios y el derecho a imponer siempre sus criterios por encima del pueblo llano?

Se venía hablando mucho de responsabilidad social. Que es precisamente lo que ahora se ha convertido en obligación. No se trata de mejorar la imagen corporativa con iniciativas positivas limitadas y destinadas más a la publicidad que a la efectividad, sino de un ejercicio intenso y extenso de complicidad con esa ciudadanía que sufre, acogotada por el temor a lo que viene.

Tras la pandemia, imagino, muchos modificarán el sentido de su voto, pero también sus proveedores, sus bancos, sus marcas favoritas y, por qué no, sus hábitos.