Veintiuno de los 38 muertos en la carretera el pasado fin de semana eran menores de 30 años. Los había de 15 a 29 y la mayoría perdió la vida en un trayecto corto, en ese tramo de carretera conocido y familiar en el que nunca pasa nada. El Ministerio de Educación ha analizado el perfil del joven de riesgo, aquel que tiene más posibilidades de tener un accidente de tráfico, y ha dibujado a un muchacho que necesita autoafirmarse para ser más competitivo, y sobrevalora su capacidad hasta tal extremo que minimiza cuestiones para él tan secundarias como el alcohol o la fatiga. Pero que nadie se llame a engaño, no todos los jóvenes que mueren en las carreteras obedecen a este patrón. Los hay también que siendo muy hábiles y prudentes al mismo tiempo no pueden esquivar al enloquecido que se les echa encima, como les ocurrió a los cuatro chavales de Leganés que se mataron el domingo.

Hay que poner fin como sea, ahora mismo, a esta sangría que se está cobrando una generación irrecuperable. Si comparamos la siniestralidad de España con respecto a Europa los datos empeoran en todos los parámetros. Las razones son varias, pero el catedrático de Seguridad Vial y director del Instituto Nacional de Tránsito, Luis Montoro, ha puesto el dedo en la llaga: desde 1980 el parque móvil y la complejidad del tráfico en España han aumentado a niveles espectaculares. Por contra, el número de guardias civiles es el mismo y las denuncias han disminuido de 309 por mil vehículos en 1985, a las 89 por mil del año pasado. Y aún nos sorprende que la carretera sea una jungla.