Los grandes acontecimientos deportivos se han convertido en un escaparate de enorme magnitud, en los que, por ejemplo, la identificación simbólica va bastante más allá de la admiración por los ídolos. El fútbol es una paradigma de esta situación, con una exaltación nacional, más aún patriótica, que trasciende lo que acontece en el terreno de juego. No cabe otra explicación para ver cómo se ha vivido en Brasil la humillante eliminación ante Alemania de su seleçao en las semifinales del Mundial. El 1-7 de Belo Horizonte entra en la historia del fútbol, varios pasos por delante del maracanazo de 1950 cuando Uruguay ganó por 1-2 al anfitrión en la final de la Copa del Mundo. Brasil afrontaba este campeonato en dos direcciones complementarias: la estrictamente deportiva y la de la proyección de un país y una sociedad emergentes. En primer lugar, se trataba de borrar esa página negra del único combinado del mundo con cinco estrellas de campeón en la camiseta. Solo hay que ver cómo han vivido sus internacionales cada partido, cómo cantaban el himno, cómo celebraban los goles (pocos) y cómo rezaban sin pausa en busca de ayuda divina. Y cómo han llorado y han pedido perdón tras una derrota que convierte casi en anecdótica la de España frente a Holanda. Llevaban, y esta vez no es un tópico, el peso de todo un país detrás, una nación en que el deporte rey se vive como una religión.

DERROTA QUE DEJA HUELLA

Pero cuando no llega el fútbol, la calidad del equipo, no suele ser suficiente la actitud febril de jugadores que actuaban como poseídos. A ello han contribuido las arengas del seleccionador Luis Felipe Scolari. Campeón en el Mundial del 2002, quedará marcado para siempre por esta derrota, fruto de su mezquina propuesta futbolística, antítesis del jogo bonito que conquistó el mundo.

Brasil empezó a perder el otro Mundial, el de la imagen, antes de empezar. Fue noticia por el retraso y sucesos en las obras de los estadios y por las incendiarias protestas callejeras en contra de los casi 10.000 millones invertidos por una economía que ha tenido crecimiento sostenido en la última década, pero no ha menguado sus enormes desigualdades sociales. Hay que ver ahora cómo se cierra el paréntesis de concordia que se abrió cuando empezó a rodar el balón en un país que volverá al escaparate global dentro de dos años con los Juegos de Río de Janeiro.