Estos días de opresiva tristeza he vuelto a ver en la prensa a Ibtihal, la niña iraquí mutilada hace un año por los bombardeos estadounidenses en Basora, cuya fotografía, en los brazos de un familiar que la rescató de los escombros, dio la vuelta al mundo. Un año después de aquella masacre, el fotógrafo de la agencia Associated Press que logró captar el momento en el que la sacaban de los escombros, ha vuelto a Iraq para saber qué fue de aquella niña, sordomuda de nacimiento, que se había quedado sola en una guerra supuestamente liberadora. Y la encontró, sólo que con una pierna artificial. Porque a Ibtihal, las bombas, además de huérfana --murieron sus padres y sus cinco hermanos-- la dejaron coja. Un año después de aquel fatídico 22 de marzo, sobre las ruinas de su casa, apretada a su muñeca y arrastrando su pierna ortopédica la niña sonreía tímidamente --también con los ojos-- como preguntando al mundo: "¿por qué a mí?" No hay respuesta que pueda justificar su tragedia, como no la hay para los atentados de Nueva York, Casablanca o Madrid... Hoy, Ibtihal vive arropada por sus abuelos y sus 11 primos sin saber que se ha convertido en el símbolo de lo que nunca debió ocurrir y de las consecuencias de la violencia suicida, venga de donde venga. Los españoles lo sabemos bien: el atentado de Madrid ha dejado cerca de 200 muertos y cientos de víctimas que, como Ibtihal, deberán reconstruir su vida y acomodorse a vivir en un mundo desquiciado. Ellos, como la hermosa niña iraquí, son, desde ahora, la conciencia colectiva de todos nosotros.

*Periodista