Cada día, la evolución de la pandemia produce millones de conversaciones, opiniones y exabruptos entre innumerables personas anónimas o conocidas. Pero de tanto darle vueltas al asunto, no sé ustedes, pero yo he acabado abandonando las pocas certezas que pudiese tener al respecto. Mi punto de vista es cada vez más prudente y relativo. Ahora mismo, si me preguntan si soy o no partidario de ir a un confinamiento más estricto y total, no sabría que contestarles… salvo que la medida es compleja y no vale plantearla como un recurso simplón que permita luego decir eso de “ya lo dije yo”. Y es que bajo la catástrofe sin precedentes que vivimos no dejan de asomar las peores pasiones ideológicas; eso sí, más irracionales y cargadas de aliento religioso que nunca. Por eso cabe preguntarse si esa supercuarentena que algunos proponen (la derecha madrileño-españolista más radical y los independentistas periféricos más furiosos, al alimón) está bien pensada y formulada con todos los matices que requiere. Es imposible, supongo, pararlo todo, porque el nuestro es un sistema repleto de interdependencias y siempre hará falta asegurar el suministro de alimentos, medicinas e innumerables recursos y servicios de primera necesidad sin los cuales ni se puede luchar contra el coronavirus ni sobrevivir semana tras semana. Anoten: hospitales, ambulancias, mercas, lonjas, pesqueros, agricultores, ganaderos, fabricantes de productos farmacéuticos y material sanitario, transportistas, gasolineras, talleres, almacenes, redes eléctricas y de telecomunicación, servicios sociales… y los usuarios de todo ello, que en algún momento han de moverse para comprar o ir y venir al trabajo. Mucha gente, en suma, que debe ceñirse a protocolos de prevención, pero no puede quedarse metida en casa durante dos o tres meses.

Hombre, quizás quepa suspender el trabajo en la construcción y reducirlo en algún otro subsector concreto. Poco más. Psicólogos y pedagogos ya advierten que el encierro de los niños ha de relajarse lo antes posible. El curso está acabado. Y la economía, moribunda ya, necesita mantener un mínimo de pulso, si es que aspiramos a salir de esta en condiciones de iniciar algún tipo de recuperación. No sea que sobrevivamos a la plaga para morir de hambre.

En la batidora pandémica, la polarización ideológica al uso se retuerce como pez fuera del agua. Carece de sentido. Estos días, los ultraliberales reclaman fuertes medida de intervención pública. Algunos de sus portavoces internacionales advierten que ha de existir un sistema sanitario público y universal mucho más potente, “porque hay necesidades que deben quedar fuera de la ley del mercado” (Macrón, dixit). En España se exige acciones decididas por parte del Gobierno, pero se protesta porque, supuestamente, se está utilizando el estado de alarma para laminar la libertad de expresión. Alemania o Francia ya no son referentes, sino China o Singapur o Rusia, países de regímenes poco o nada democráticos a los que hoy conceden credibilidad quienes ayer abominaban de ellos… ¡Incluso oí el otro día a de Guindos abogar por la renta básica! De locos.

Estamos en un momento terrible y muy delicado, desde el cual se espera ir a mejor. Mientras, los chinos mandan mascarillas, guantes y respiradores con cuentagotas y a precio de oro, India inicia su propio confinamiento, Trump y Johnson afrontan el desastre que quisieron negar, el virus se mofa de las banderas y las patochadas patrioteras. Queda una sola opción: asumir con serenidad y civismo las medidas en curso para afrontar la crisis, y derivar la discusión ideológica (en serio, sin delirios) hacia el nuevo orden mundial que será preciso construir cuando ceda la pandemia. No podremos seguir como estábamos y es el momento de repensar las prioridades y los procedimientos. En esa línea, el miércoles 25, a las cuatro de larde, se abre un debate. Convocado por numerosas organizaciones se desarrollara, cómo no, a través de Internet y para verlo y participar en él hay que apuntarse en www.diadespues.org. Se lo recomiendo. Y por supuesto es gratis.