Sinceramente, para medir la situación de la comunidad no basta con evaluar la acción del Gobierno de Aragón, sino que es necesario realizar una radiografía más profunda que nos indique el estado de salud del territorio en su conjunto. El bienestar de la comunidad y sus posibilidades de progreso y de desarrollo no sólo dependen del Ejecutivo de turno, sino del resto de las administraciones y de la sociedad civil. Esta semana, con el debate sobre el estado de la región que se celebra en las Cortes tenemos la oportunidad de romper esta inercia, aunque mucho me temo que lejos de variarse la dinámica de anteriores sesiones nuestros representantes volverán a caer en un debate parlamentario esterotipado que no sacará de dudas a nadie. El guión, como todos ustedes sabrán, se resume con sencillez: intervención del presidente, parón, intervención de los cinco grupos parlamentarios, con réplica de Iglesias, y, para terminar, propuestas de resolución que la DGA, como ha quedado demostrado históricamente, no tiene por qué cumplir si es que llegan a ser aprobadas. Vamos, un pim, pam, pum para divertimento de la oposición o del Gobierno, dependiendo de quién esté más fuerte en ese momento, que acaba con traca final. Disparo de petardos que a lo sumo deja en el ambiente una tremenda humareda y un sonsonete de fondo que se va percibiendo cada vez con menor nitidez hasta que pasa a ser un simple recuerdo. Nuestra obligación como ciudadanos que queremos estar informados y tener opinión propia acerca de los asuntos más importantes es reclamar un debate en profundidad.

Una buena herramienta, que debería valorarse por todos los partidos para marcar los ejes de estos debates, es el barómetro de opinión del Gobierno que desde hace unos años intenta perfilar una foto fija de las principales preocupaciones de los aragoneses y que además marca cuál es la percepción sobre el futuro económico y político que nos espera. Una vez superada la pesadilla del trasvase del Ebro, que distorsionó este oportuno estudio sociológico al introducir una fuerte variable coyuntural, basta con repasar las conclusiones de las últimas entregas para apercibirse de las tres o cuatro cuestiones que verdaderamente inquietan a los aragoneses: paro, vivienda, terrorismo y calidad de los servicios públicos. Estos ejes de preocupación, por tanto, deberían vertebrar el debate que se vivirá la próxima semana en las Cortes, pero mucho me temo que esto no va a ser así. Al tratarse de problemas en los que la DGA no es autosuficiente para resolverlos es muy complicado que este se arrogue los avances al respecto. Tanto como echarle toda la culpa al Ejecutivo de turno que, sin eximirse de sus responsabilidades, que han crecido al mismo ritmo que las competencias transferidas, no siempre tiene la última palabra. Hecha esta salvedad, nos enfrentamos a una semana que ojalá sea de alta política y en la que el gran protagonista será el presidente del Gobierno aragonés. Aragon, tras años de lucha contra el expolio del Ebro, está expectante y necesita visualizar un cambio real.

En este sentido, y sin ánimo de profetizar, puede decirse que el presidente no tiene demasiado difícil conseguir el aprobado. Ha sido protagonista principal en la derogación del Plan Hidrológico Nacional, un logro que marca un antes y un después en el papel normalmente residual que jugaba Aragón en las cuestiones de Estado. Y el sobresaliente en la cuestión hidráulica, materia troncal de Aragón por su significado político y por sus concomitancias simbólicas, pesa mucho en la nota final que se concede a un político aragonés. Ahora bien, Iglesias tiene que trasmitir a la Cámara y a la ciudadanía que ha comprendido el nuevo papel que le toca desempeñar ahora, y que podría calificarse con una palabra: desatascar. Son tantos los proyectos que tiene Aragón encima de la mesa que ha llegado el momento de lanzarlos a la palestra y encadenarlos. Ejemplos hay para llenar un libro, pero ha llegado el momento de que el presidente priorice y convierta en realidad la voluntad tantas veces expresada de que Aragón se convierta en un espacio de seguridad, de progreso y de desarrollo en el cuadrante noreste de España.

Es indudable que para conseguir sus objetivos, la coalición PSOE-PAR que gobierna el Pignatelli necesita la complicidad y la comprensión del Gobierno central. Y es aquí, en la relación con Madrid y en el peso específico de Aragón en cuanto a los grandes debates nacionales, donde probablemente Iglesias y hasta el vicepresidente Biel recibirán las críticas más aceradas y escucharán las exigencias más contundentes de la oposición, especialmente desde el PP. Los populares aragoneses no atraviesan por buen momento, en vísperas de un congreso regional que ha de marcar su futuro papel de oposición hasta la próxima cita electoral del 2007 que ha provocado tensiones en la organización. Pero al margen de este episodio interno, es presumible que el Partido Popular cierre filas esta semana para exigir a Iglesias que defina cuál es el papel que va a jugar Aragón en el incipiente debate sobre el modelo territorial, lanzado este mismo verano desde La Moncloa. El presidente no debe ocultar este debate, por más que sea llevado con cierto infortunio desde un PSOE caleidoscópico en el que hay presidentes de comunidades que quieren tirar del abuso de posición y del agravio permanente. Al contrario, Iglesias no debe rehuir el cuerpo a cuerpo en este tema sensible, porque no sólo los votantes del PP quieren saber qué planteará Aragón al respecto. Otras opciones, como las que defienden con algunas diferencias Chunta e Izquierda Unida, apelando al dictamen de autogobierno aragonés aprobado en las Cortes la pasada legislatura, también van a ser exigentes y van a solicitar una posición firme al Gobierno. Aragón puede jugar ahora sus bazas en esa discusión territorial y plantear una vía intermedia entre las opciones más inmovilistas y las más extremas y diferenciadoras que podría ser acogida de buen grado por otros territorios. Y sobre esa base conceptual, no olvidar que son tantos los retos y las urgencias que Aragón tiene por delante que no hay que despistarse ni un minuto en debates a medio plazo.

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