Que Rajoy se merece una moción de censura es algo que salta a la vista y al oído. Un homólogo suyo en cualquier país de democracia consolidada ya hubiese tomado las de Villadiego, a la vista de la catarata de casos (presuntos, evidentes o ya juzgados) que se viene precipitando sobre su partido. Tras las fundadas sospechas que levanta la actuación de la Fiscalía General, el fiscal jefe de Anticorrupción, el secretario de Estado de Seguridad e incluso el propio ministro de Justicia y la evidencia de que el PP ha manejado durante lustros una doble contabilidad, aferrarse a que es su propio partido el primero y principal baluarte frente a la corrupción no es de recibo.

Pero el PSOE no está para mociones de ningún tipo, Podemos sigue jugando a montar numeritos. Y los nacionalistas de la periferia van a lo suyo sin más miramiento ni lógica. Nunca hizo la derecha española más méritos para hundirse electoralmente. Jamás las izquierdas y sus réplicas centrífugas contribuyeron de forma tan notoria e insensata a darle oxígeno al adversario.

Pablo Iglesias y su equipo lo tienen todo a su favor. Hasta la parida del tramabús encajó en el estallido de la Operación Lezo. Pero el líder supremo de Podemos despilfarra cada ocasión con un infantilismo pseudoizquierdista y una sobreactuación inexplicables. ¿Qué sentido estratégico tiene convertirse en el adalid de una moción de censura imposible? ¿Por qué no es capaz de mostrar un poco de empatía hacia afuera (ganándose aliados en vez de presumir tanto y repartir tantas coces) y hacia dentro (evitando sobrecalentar la venganza que administra a Errejón y otros disidentes)?

En Francia, Mélenchon ha dejado en la cuneta al candidato socialista, Hamon. Nada menos que diez puntos de sorpasso. ¿Y? Y nada: que las personas decentes no tendrán otro remedio que apoyar al centrista Macron. Eso o la parafascista Le Pen.

Podemos necesita al PSOE. Y viceversa. Iglesias tendrá que entender la diferencia entre el ruido y las nueces. Aunque cuando lo consiga tal vez sea demasiado tarde para él.