España está sumida en la incertidumbre de no saber cómo de devastadora será la cuarta ola. Y, mientras, lo único que es capaz de salvarnos del atolladero sigue en un ralentí que avergüenza. El ritmo de vacunación que se exige tras el éxito científico --con Madrid dando un ejemplo bochornoso de gestión-- aún es ineficiente en parte del país. De la ilusión de la primera vacuna inoculada un 27 de diciembre al mensaje ilusorio de vacunar al 70% de la población en cinco meses.

Se empezó con desacierto en la vacunación, sin conocer el ritmo de producción de la farmacéutica o sin la certeza del reparto que haría Sanidad a las comunidades. Tan solo cabía esperar a que los acontecimientos nos atropellaran. Y así seguimos.

Sanidad vuelve a incidir en la improvisación para no aclarar si habrá más restricciones o se dotará a las comunidades de los instrumentos legales que permitan aumentar el toque de queda o imponer el confinamiento domiciliario. No es una comunidad, ni dos o tres, ni todas del Partido Popular. Hay un grito casi unánime de una mayor capacidad legal para adoptar medidas duras.

Y si lo hacen no es por gusto, ni por una ganancia electoral. Lo reclaman porque no hay nadie al volante en la gestión que ordene la situación sanitaria desde el Gobierno. De la tan manida cogobernanza a no escuchar las reclamaciones sanitarias de las comunidades.

Solo se manifiesta el ministro Salvador Illa para no cesar en sus mensajes ilusionantes de que las medidas actuales harán efecto o que la vacunación lleva un buen ritmo. La burbuja en la que planifica la pandemia es digna de aplaudir: no tuerce el gesto cuando todo presagia que el ritmo de contagios superará la incidencia hospitalaria de la segunda ola. Y que estará cerca de una situación similar al susto de marzo del 2020.

O quizá su cinismo se haya vuelto crónico que le permite escenificar que salga como salga la gestión de la pandemia siempre quedará la propaganda. O la campaña electoral. En plena crisis sanitaria con cifras que superan el récord de contagios, aún hay tiempo para el ruido electoral de Cataluña.

Desde Pablo Iglesias con sus indecentes comparaciones sobre los exiliados republicanos respecto al fugado Puigdemont . La verborrea de Gabriel Rufián simulando vivir en un país opresor. O el bueno de Teodoro García Egea con sus perífrasis cursis para no decir nada. Pero el candidato Illa mantiene su turné para empapelar de ilusión catalanista lo que ya le cuesta disimular en el resto del país.