Yannis Stavrakakis en La izquierda lacaniana señala, si en el momento actual existe algún déficit que pueda reconocerse como culpable de la derrota de las políticas de izquierda, no es epistémico (epistemología es una parte de la Filosofía cuyo objeto de estudio es el conocimiento), sino afectivo, en el sentido de que no es que haya falta de ideas, proyectos o propuestas, sino que fracasan en inspirar la acción colectiva: literalmente no emocionan, no conmueven, por lo que no generan ilusión alguna en la ciudadanía. La izquierda debería entender que es preciso unir emoción y gestión, renovar las emociones y concretar alternativas claras y atractivas.

Es un hecho que determinadas emociones (miedo, hastío, indignación, ira, humillación, etc.) han desempeñado y siguen haciéndolo un papel fundamental en las movilizaciones sociales contra algunas injusticias o en la articulación colectiva de demandas emotivas de emancipación. En España las emociones tuvieron una gran importancia: las movilizaciones tras el hundimiento del Prestige o las manifestaciones contra la Guerra de Irak. Igualmente los aspectos emocionales estuvieron presentes en el 15-M: la alegría, la ilusión por un cambio posible. Primero estaba indignada, ahora estoy ilusionada, aparecía en bastantes pancartas.

Según María José Fariñas en Supremacismo y fascismo, la contrarrevolución neoliberal y neoconservadora es muy hábil para trasmitir determinados mensajes virtuales que recurren a las emociones no a la razón. Mensajes supremacistas. El hombre blanco es superior a otras razas; el hombre a la mujer; la heterosexualidad a otras opciones sexuales; los ricos, exitosos con capacidad de compra y consumo a los pobres, unos fracasados; los cristianos católicos y evangélicos, judíos a los de otras religiones, especialmente a los musulmanes; nosotros los españoles a los inmigrantes…. Apelan a supuestos valores morales tradicionales, seguros, como Dios, la familia tradicional, la propiedad privada, el orden, la autoridad, la seguridad, la soberanía nacional…, pero desenfocan totalmente la realidad y evitan entrar críticamente en la discusión de los verdaderos problemas. Este desenfoque no es inocente, porque estos mensajes conducen a los individuos a la autoexculpación de sus problemas, transfiriendo la responsabilidad a otros.

Al manejar las emociones desde un radicalismo excluyente se elimina el pluralismo de opciones. En este contexto emocional faltan argumentos, debates públicos, razones, diálogo democrático, información y pedagogía política. Hay demasiados mensajes virtuales, individualistas, cortoplacistas y efectistas, en la mayoría de las ocasiones falsos, propiciadores de odio, de resentimiento económico y de desprecio hacia los más vulnerables y marginados de la sociedad. Sobran mensajes que recurren a los sentimientos más oscuros de las personas y que provocan un viraje autoritario e intolerante. Sobra ruido (inmediatez) y falta reflexión, que exige tiempo y silencio.

Ya no se trata de razonar, sino de seducir nuestras emociones directamente, sin la intermediación de los espacios públicos y del debate entre actores. Se lleva a cabo con frecuencia una relación populista del pueblo directamente con un líder carismático, a través de frases huecas o bulos dirigidos a una ciudadanía ninguneada por el poder político y otras desamparada ante los constantes e imprevisibles cambios sociales y económicos. Es el fenómeno de la whatsapperización y twiterización de la política. Buenos ejemplos son Trump y Bolsonaro. No importan los hechos, sino su interpretación emotiva, subjetiva de los mismos, mayoritariamente de una manera perversa y malévola en consonancia con el rechazo posmoderno a la verdad. Lo lamentable es que a estas interpretaciones emotivas se les atribuye un valor único e incuestionable.

Lo más dramático es que en el debate político, ante cierta indiferencia e incluso, indolencia de los medios por la audiencia, de algunos partidos políticos por acceso al poder y de bastantes ciudadanos poco informados a través del voto, se han normalizado determinados mensajes, que poco ha en una democracia se habrían considerado inadecuados o casi delictivos.

Todo lo descrito desemboca en una quiebra del Estado de derecho y de la democracia. Mas, si falla el Estado de derecho, la consecuencia política es autoritarismo o anarquía, o un estado de excepción permanente, tal como lo describe Giorgio Agamben. Si se interrumpe la democracia, llega más exclusión social, desigualdad económica e injusticia. Cuando se interiorizan estos mensajes supremacistas, se les está haciendo el juego a los enemigos de la democracia. El dilema es por qué hay tantos ciudadanos predispuestos a creer estos mensajes y a repetirlos mecánicamente. Quizá, desde cierto elitismo intelectual, muy extendido en la izquierda, no se ha apercibido de lo que estaba aconteciendo en la realidad más profunda de nuestras sociedades. Todo lo contrario de la extrema derecha fundamentalista que para conseguir el voto ha recurrido a las emociones y se ha presentado como «defensora» de la clase trabajadora desprotegida y de las clases medias frustradas y despolitizadas por los efectos de la globalización neoliberal (paro, precarización, disminución de las rentas del trabajo, desclasamiento, privatización de los servicios públicos…).

*Profesor de instituto