En tiempos de bonanza destacamos la perfección del mundo, pero en nuestro tiempo de pandemia se pone de manifiesto la imperfección sobreseída u olvidada: todo aparece contaminado y todos estamos implicados en la contaminación. Ahora nos damos mejor cuenta de la inestabilidad de la existencia, así como de sus defectos o defecciones. El psicólogo Carl G. Jung evitaba hablar de la perfección, y en su lugar hablaba de la complección o complexión de la realidad, la cual no es perfecta sino compleja y ambivalente.

La perfección y el perfeccionismo han anidado sobre todo en las religiones y las teologías, las cuales proyectan una divinidad perfecta y un trasmundo maravilloso. Sin embargo, los dioses plurales paganos de las religiones ofrecen un espectáculo no tan perfecto y más bien imperfecto, con sus vicios y defectos sobrehumanos. El propio Dios monoteísta revela la imperfección de su perfección en cierto absolutismo de carácter dogmático y a menudo violento. Pero incluso el Dios-amor muestra cierta imperfección o carencia con su deseo amatorio del hombre que así lo completa, por eso el Dios cristiano se acaba encarnando.

Pero la proyección por parte del hombre de una perfección pura o absoluta no solo tiene un carácter religioso, sino que comparece también en la ciencia. Por una parte, las matemáticas se pavonean de un perfeccionismo purista, obviando que se trata de un mundo abstracto que no se corresponde literalmente con la realidad imperfecta, donde un número o triángulo nunca es puro o absoluto. También la ciencia física y biológica ha insistido en la perfección del cosmos y de la vida, olvidando que tanto el cosmos como la vida caminan hacia un final imperfecto y mortal. Sin embargo, Stephen Hawking pudo finalmente advertir de que la regla básica del universo es que nada es perfecto: la perfección no existe.

Lo que existe en la realidad es cierta perfección imperfecta, si se quiere llamar así, una expansión del universo que camina hacia la impansión y una vida que acaba en la muerte. Lo absoluto es hoy un concepto obsoleto, y el infinito es una apertura trascendental de carácter indefinido. Y es que el tiempo relativiza y finitiza el espacio, mientras que el espacio condiciona y confina al tiempo. Más allá del tiempo y del espacio proyectamos el ser de una nada simbólica concebida como nada mítica, mística o nirvánica . Nuestro anhelo y abandono proyecta en esa nada un nido de amor, pero se trata de nuevo de una proyección, deseo o ilusión trascendental. Y bien, sin ilusión no se puede vivir, aunque de la mera ilusión tampoco. Nos las habemos con una ilusión vital o existencial de carácter simbólico y arquetípico: no más, aunque tampoco menos.

El amor encarna la ilusión esencial de la existencia, una ilusión no meramente ilusa si es capaz de asumir su ambivalente perfección e imperfección a la vez. Pues el amor no es algo ni alguien perfectamente acabado sino inacabado, algo vivo en devenir y no un ser anquilosado o muermo. Ponemos la perfección en lo alto o sublime ignorando que lo sublime dice sublimación de lo subliminal, así pues ascensión de lo bajo y perfección de lo imperfecto. Por eso la auténtica perfección está en la implicación de la imperfección, así perfeccionado y no sobreseído u obviado. H