En 1901, Theodore Roosevelt --figura en la que se encarna el impulso originario del imperio americano-- accedió a la presidencia de Estados Unidos. Desde su mandato puede hablarse de una explícita voluntad imperial norteamericana, encubierta bajo la proclama de extender la democracia.

Es verdad, como ha dicho Colin Powell, que los cementerios de Normandía han sido el único territorio conquistado por su país en el último siglo. Pero esta dramática afirmación olvida que hoy el poder imperial no tiene ya por objetivo el dominio territorial directo, sino el control de las materias primas, de las fuentes de energía, de los recursos financieros y del comercio mundial. Valga como ejemplo lo sucedido en Guatemala, hace medio siglo. El presidente Jacobo Arbenz acometió una serie de reformas económicas y sociales, que lesionaban los intereses de la compañía americana United Fruit Company, al implicar la expropiación de sus fincas en el país. Ante esta amenaza, el secretario de Estado John Foster Dulles tuvo claro que con las bananas de EEUU no se juega y presentó a Arbenz como un peligroso amigo de los comunistas, lo que permitió a la CIA organizar desde Honduras y El Salvador un golpe contrarrevolucionario encabezado por el coronel Castillo Armas.

Nada hay nuevo bajo el sol. Alcanzado el cénit imperial, todo imperio tiende a descararse. Por ello su clase dirigente se torna más burda y soez. De ahí que el presidente Bush pueda ser reelegido.

*Notario.