El libro de Los pacientes del doctor García de Almudena Grandes es una colección de imposturas. Pocos de los personajes que aparecen son quienes dicen que son y no lo que aparentan ser. Pero, ¿es esto frecuente en el mundo real? Una de las imposturas en la novela, que fueron hechos históricos, es el apoyo que da EEUU a Franco en los años 50. No le importaron a los «campeones de la democracia», los esfuerzos y la lucha de mucha gente en pos de la libertad. En un momento determinado, con la excusa de la Guerra Fría, los USA liquidaron las actuaciones de algunos opositores a Franco. Hubo un presidente americano que lo dijo claro, refiriéndose al dictador nicaragüense Somoza: es un HP, pero es nuestro HP.

Pero las historias de Almudena Grandes van más bien de imposturas personales, de gente que se tiene que ocultar por una u otra razón para desarrollar tareas nobles, desinteresadas y muy arriesgadas y también para, literalmente, sobrevivir. En estos tiempos las imposturas no son épicas como esas. Son cutres. Fabricarse un currículum, convalidarse media carrera universitaria, aparecer como un defensor de la Constitución y la democracia cuando te has peleado y manifestado en contra, de forma pública y notoria, no escandaliza. En fin, en estos tiempos es fácil montarse identidades que permiten hacer carreras políticas lucrativas y vistosas con poco riesgo. A algunos de estos farsantes se les ha echado, pero a otros se les eleva a los altares. Allí tenemos al universitario convalidado Casado o al graduado en mamandurrias (la mayor parte de los grados en la universidad española son de 4 años) Abascal (74.000€ al año, para entendernos), abogar por la libertad y la Constitución cuando en el fondo no les gusta nada, como a su mentor Aznar. Cierto que otros, de la Constitución solo quieren algunos trozos.

La demanda de libertad de algunos es para obligar a los demás a practicar sus creencias y por supuesto a agachar la cerviz ante sus privilegios. Bulla, bronca y falsedades que no respetan ni a los muertos. Algunos de los que se apuntan a esas prácticas, deberían de pensar qué valores sociales están fomentando, qué modelo de sociedad tendríamos si gobernara gente cuya posición no se debe a ningún esfuerzo, trabajo o mérito. Simplemente, estaban ahí, disponibles y dispuestos, como cancerberos o capataces, para atender las tareas de los que se creen propietarios de este país.

Podremos recordar cómo han actuado en la sanidad o en la educación cuando han gobernado o lo que propugnan en relación a los impuestos y a lo público en general. Poco a poco, si no se les para los veremos con la bandera y el aguilucho. Son antidemócratas de toda la vida. Ahora están impostando sin pestañear y sin vergüenza. Pero el problema grave no son los impostores, la oferta. Si los hay y están a la luz del día, es porque un sector de la población lo demanda.

La cuestión es cómo conseguir una ciudadanía ética que no acepte la impostura. Cuando se acepta y aplaude, se asume la no aceptación del otro. Probablemente es un problema de profundas raíces, posiblemente en este aspecto es donde se manifiesta nuestra debilidad democrática, nuestra escasa tradición institucional democrática. Si aceptamos a un farsante, asumimos sus mentiras, ¿cómo, con un mínimo de honestidad, se les puede sostener y votar? Pues, porque en el fondo, esos votantes tienen también un limitado sentido democrático, son también unos impostores respecto a la democracia. Con las protestas antirracistas de estos días en EE.UU hemos visto como varios militares, algunos con valores muy conservadores, se manifestaban en contra de que el ejército interviniera contra la ciudadanía. Los americanos piensan en un ejército para defender al país y sus intereses, algunos muy bastardos, en actuaciones exteriores. En nuestro caso, durante muchos años el ejército se pensaba para sofocar los conflictos internos. Esto se explicaba cuando en los años 70, del pasado siglo, los cuarteles se sacaron del centro de las ciudades, hacia el extrarradio y cuando se cambió la filosofía del Ejército.

La mentalidad del enemigo interior, sigue existiendo en algunos sectores acomodados y fanatizados de nuestra sociedad. No hay incompatibilidad entre conservadurismo y democracia, pero es preocupante la aceptación por sectores sociales, no tan residuales, de esa anti-ética que no censura y castiga la impostura. Desde luego hay una tarea política y ciudadana para acercarlos a una sociedad plenamente democrática, pero también es necesario poner los medios legales y políticos, para fomentar esos valores y rechazar el totalitarismo, ya desde la escuela con una educación para la convivencia democrática. H *Profesor de la Universidad de Zaragoza