Si se suma el precio de las promesas electorales, (Rajoy está que flipa) no hay quien lo pague. Tampoco, por supuesto, los Presupuestos Generales del Estado. Ni aunque se dedique a ello el vergonzante derroche del trasvase y otras locuras hidráulicas del personal que aún gobierna. Los que creemos en lo público situamos la diferencia entre un estado y un estado progresista y democrático en la educación, la salud (no solo sanidad) y la vivienda, que la ciudadanía debe gozar como un derecho compartido e inapelable. No es nuestro caso, ahora que lo moderno y pepero es privatizar. Reivindicar servicios universales, desde el cole hasta la banda ancha, es invocar la caja pública. Y prometer melonadas en campaña y soñar con reducir los impuestos, no tiene que ver con la gestión, sino con la mentira. Altos funcionarios de Hacienda han reconocido que sólo se investiga a los que pagan como se debe y que las grandes fortunas son intocables. Bajar los impuestos es una falacia y una renuncia al bienestar colectivo. Por mi, que los suban, según la capacidad económica de la gente, y que repartan las perras de la guerra, los pantanos y los curas, para las cosas de verdad importantes.

*Periodista