Los jóvenes que estos días destrozan ciudades y atacan a la policía para defender al rapero Hasél deben de haberse educado viendo 'Cuéntame' y deben de haber contraído el mal de la nostalgia, que ahora se les manifiesta en irrefrenables deseos de correr detrás de los grises en lugar de delante de ellos.

El anacronismo de estos chavales es patológico y preocupante. Nativos digitales como ellos deberían indignarse y boicotear a los verdaderos tiranos de su época y no a los extintos represores de sus padres y abuelos. Las redes sociales, todas porque en realidad son una sola, no sólo les espían las 24 horas del día, sino que tapan la boca a diario a cualquiera que ose poner en su muro o en el del vecino una palabra malsonante, una opinión disonante de su ortodoxia o un simple desnudo, masculino, femenino o LGTBIQ…, artístico, gamberro o pornográfico. Los castigos de Facebook pueden parecer pueriles, una semana de suspensión de cuenta u otros parecidos según la gravedad de la falta y el nivel de reincidencia del nene, pero en realidad son un arma de adocenamiento masivo cuya efectividad es directamente proporcional a la falta de respuesta social.

El anacronismo de los chavales que disfrutan destrozando comisarías o quemando contenedores de basura es de tal magnitud que les impide ver lo que realmente ocurre en su propio bolsillo, donde guardan el móvil. La censura permanente y silenciosa de las redes sociales y de la corrección política dominante está provocando lo que puede calificarse como la mayor operación de censura de la historia: que los propios ciudadanos se autocensuren a sí mismos para poder seguir formando parte de esa aldea global digital, donde se está tan calentito y tan a gusto como deben de sentirse las ovejas bien juntas en su redil. Quizá por eso, el apretón de las hormonas revolucionarias lleva a esos chavales a las calles y a luchar violentamente contra el enemigo equivocado, para después volver a su solitaria cueva y compartir las fotos.

Pablo Hasél, el rapero, dice y ha dicho auténticas barbaridades en sus canciones y en otros foros. Calificar sus palabras de barbaridad no es una opinión mía, resulta que sus apologías del terrorismo y sus incitaciones al odio son constitutivas de delito y de condena a menos de dos años, lo que no implica ingreso en prisión, salvo que se tengan antecedentes, condición que tiene el amigo Hasél y no solo por hablar o cantar.

Cuestión distinta es el necesario debate abierto, sumamente interesante desde todos los puntos de vista, incluido el intelectual, para decidir democráticamente cuáles son los límites de la libertad de expresión o si deben existir o no esos límites. A ese debate estamos invitados todos y muy especialmente otros dos Pablos, Echenique e Iglesias, en su condición de legisladores.

Pero el sentimiento de nostalgia no es unidireccional y no viene solo desde la furibunda kaleborroka podemita, jaleada por Echenique. En el otro lado está la sorprendente y trasnochada teenager, Isabel Peralta. Cara al sol, con la camisa azul nueva, y los labios bordados en rojo, esta joven promesa neonazi rodeada de bárbaros, esta hija de las nostalgias más rancias de nuestro más rancio pasado, parecía de otro planeta y de otra época, clamando sin ningún pudor contra «el enemigo judío», su particular Leviatán, en un acto de homenaje a la División Azul.

Podemos concluir muchas cosas de lo que sucede a nuestro alrededor. Entre otras, que el nivel intelectual del debate social es ínfimo; que la educación de nuestros cachorros no puede confiarse a las series de TV por muy buenas que sean; que la demagogia y la manipulación son la regla de oro de la mayoría de los políticos que elegimos; que la polarización cada vez más extrema es un cáncer social; que toda opinión es respetable salvo que atente contra las líneas rojas que democráticamente hemos definido como tales; que la resistencia debe tener otros objetivos, unos enemigos que están fuera del Estado; que los grises ya no existen; que las formas de resistencia pueden y deben ser otras distintas de las violentas y que la ignorancia y la falta de criterio generalizadas son el mejor aliado de quienes quieren sacar tajada de la impunidad de rebaño hacia la que nos encaminamos.

Sí, impunidad de rebaño en un doble sentido: el individuo, amparado por el rebaño, se siente impune ante la sociedad; y los pastores, que en realidad son sólo uno, se sienten impunes para definir cada vez con mayor precisión cuál debe ser el comportamiento de su rebaño.