En este complicado momento que vivimos, cuando nuestro mundo se enfrenta a una de sus mayores crisis, abundan las noticias de personas que nos abandonan arrancados por el virus, que ha dejado claro que la superioridad del ser humano todavía sigue siendo muy cuestionable. Todas ellas suponen un desgarro humano importante, pero algunas aportan esa tristeza que nace al despedir a quienes han sido tremendamente generosos con sus conciudadanos. Este es el caso del aragonés Santiago Lanzuela Marina, un activo turolense de Cella que rigió los destinos de esta Comunidad de Aragón durante algunos años (1995-1999), en los que aplicó firmemente la idea de Heráclito explicando que los grandes resultados sólo se consiguen apuntando alto.

Por eso, escribir hoy sobre el presidente Lanzuela es un deber de reconocimiento que debemos tener los aragoneses, no tanto como manifestación institucional sino como muestra de sincero agradecimiento hacia una persona que pasará a nuestra historia como el hombre que hizo realidad viejas esperanzas y disipó desesperanzas. Es bueno que las recordemos, aunque sólo sea para cumplir la sugerencia de Gracián -al que tanto admiraba Santiago- de que los aragoneses no seamos tan crueles con nosotros mismos.

Si ordenamos por importancia sus aportaciones tendríamos que comenzar por su impulso de la autovía Mudéjar, que se ha demostrado fundamental para la vertebración del territorio, y por la creación del Instituto Aragonés de Fomento que nacía para construir riqueza en este territorio, arropado por el Centro Europeo de Empresas e Innovación de Aragón, otra de las creaciones de Santiago Lanzuela. Su labor en el campo socioeconómico resultó clave con estas y con otras ideas que promovió, como el apoyo al mundo del esquí, vital para esta tierra.

Sin embargo, yo destacaría principalmente su empeño en consolidar la identidad aragonesa, para hacer que nos sintiéramos orgullosos de nuestra historia y de nuestra riqueza cultural. En este punto quiero recordar dos acciones claves: la creación de la Fundación Santa María de Albarracín -convertida hoy en el gran símbolo del desarrollo de las capacidades de la España despoblada- y la inauguración de la catedral del Salvador de Zaragoza, que había estado cerrada al público durante un cuarto de siglo y que además emergía recuperando ese espacio institucional en el que nuestros reyes eran coronados.

A mí personalmente cuando hablo del amigo, con el que compartí muchas horas de su empeño por lograr la devolución de las parroquias del oriente, la apertura de la Seo o los inicios de la marca Mudéjar de Aragón, me gusta recordar lo fácil y apasionante que fue trabajar con él. Hoy gozamos su tremenda serenidad, su humanismo y su visión de futuro, que nos permiten vivir su importante legado, pero estamos tristes con su marcha. Pero, siempre nos quedará el eco de su palabra, sus silencios y el honor de haber podido compartir con él años tan apasionantes para nuestro Aragón.