El presidente de General Motors España, Antonio Pérez Bayona, declaraba en septiembre a este diario a propósito de los posibles recortes en la multinacional: "En palabras de Fritz Henderson --presidente de GM Europa--, no se puede descartar nada (...). Es indudable que la situación de GM Europa en global, con cinco años consecutivos de pérdidas, obliga a plantear alternativas, alguna de ellas de nivel. (...)Lo que no se puede hacer es tener una estructura para sacar 2.000 coches al día y no hacerlos".

Ha pasado menos de un mes de estas premonitorias manifestaciones y ya se conoce el plan de choque del primer fabricante automovilístico del mundo para enjugar los 2.425 millones de pérdidas en su división europea desde 1999--. Los datos son ya de sobras conocidos: reducción de 12.000 empleos en las diez plantas de Europa, 600 de ellos en la factoría de Figueruelas, y fabricación de 200.000 coches menos al año. Está claro que además de problemas de productividad, las marcas con las que opera GM en el mercado continental han perdido paulatinamente la confianza del mercado por causas reconocidas incluso por la compañía, en una tendencia que tardará aún tiempo en invertirse.

La cruda realidad de este plan, algo menos virulenta para la fábrica aragonesa, una de las más competitivas del grupo, obliga a una reflexión profunda sobre la situación de la compañía y sus repercusiones de futuro para la comunidad. De entrada, hay que exigir que el tijeretazo sea lo menos doloroso posible para la plantilla: mejor bajas que despidos, y si al final pueden ser 400, mejor que 600. Los trabajadores de Figueruelas son a corto plazo los perjudicados y merecen ahora la atención preeminente. En segundo lugar hay que valorar el efecto psicológico que cualquier achaque de la compañía automovilística acarrea sobre el subconsciente colectivo de los aragoneses. Afortunadamente, la decisión se produce en una etapa en el que tanto los indicadores como la mera percepción social ayudan a limitar, que no a enterrar, los temores. Y esta cuestión, aunque parezca menor, no lo es. ¿Se imaginan que el mazazo sobre Opel cae en un momento de grave crisis general? El pánico, y no la tranquilidad relativa como ahora, hubiera sido la nota predominante. Y la tercera cuestión que conviene no olvidar ahora que el lobo de la deslocalización no ha hecho más que asomar la cabeza en Aragón --con el cierre de Seb Moulinex en Barbastro y los nubarrones sobre Opel-- es la obligación de actuar con presteza desde los poderes públicos y desde la clase empresarial para anticiparnos a situaciones que todavía pueden ser peores.

Sí, porque de la misma forma que las necesidades de la multinacional pasan ahora por recortar 600 empleos, dentro de unos años pueden ser otras más severas. Cabe confiar, desde luego, en que el fuerte plan de inversiones previsto para la planta zaragozana por la fabricación del nuevo Corsa a partir del 2006 --estimadas en 400 millones de euros-- garanticen cinco o seis años de confianza. Pero de ahí a dormirse en los laureles y no hacer los deberes convenientemente dista un trecho.

El fantasma de una hipotética marcha no va a dejar de sobrevolar el futuro de las multinacionales radicadas en la próspera Europa occidental, incluso aunque dejáramos de hablar de ello. Por eso, es momento de mitigar el efecto inicial y, sobre la marcha, anticiparnos al futuro de una comunidad cuya salud económica hiperdependiente de la automoción. En este terreno es donde hay que aplicar con maestría, decisión y celeridad planes para diversificar, como ya se ha hecho en el terreno de la logística con Pla-Za, para reforzar la industria aragonesa y los servicios con más valor añadido.

En este extremo, sólo cabe una acción pública y privada decidida que garantice infraestructuras de proximidad, formación y excelencia laboral, además de incrementar los gastos en Investigación, Desarrollo e Innovación. Una receta que no por repetida conviene olvidar, ni por supuesto utilizar vagamente en los discursos políticos. Tomemos ejemplos de otros países europeos, inmersos en debates sobre el futuro de su tejido industrial. El caso paradigmático de Francia quizás sea un buen espejo en el que mirarse, al menos inicialmente. Nuestros vecinos ya han tomado decisiones destinadas a frenar la fuga de empresas por deslocalizaciones, cuando no la muerte lenta con desinversiones, a través de medidas como los polos de competitividad, que pretenden reforzar la especialización y crear condiciones favorables para evitar la marcha de empresas. Sin olvidar el papel crucial que debe jugar Europa en un escenario dispar tras la ampliación, y ya no sólo por costes laborales, sino por cuestiones tan evidentes como la armonización fiscal, que en el marco actual deja la puerta abierta a la competencia salvaje y cerrada a un escenario de cooperación y complementariedad entre países. Mientras lloramos por los muertos hay que seguir pensando en los vivos.

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