Muy lejos queda aquella Declaración Universal de los Derechos Humanos de la Asamblea General de la ONU de 1948. Aquel derecho inalienable de vivir sin privaciones ni opresión y poder desarrollar completamente la propia personalidad. A partir de ahí, las democracias occidentales, especialmente las europeas, se dotaron de un sistema de derechos sociales que evolucionaron entre altibajos pero evolucionaron. De repente, el atentado del 11-S disparó el debate de libertad frente a seguridad y lo que ya quedó tocado de ala terminó por enfermar del todo empujado por la crisis económica mundial, un arma de destrucción masiva en manos de aquellos que han aprovechado para demoler o minar ese sistema de derechos.

Los detalles del espeluznante asesinato del periodista saudí Jamal Khashoggi en su propio consulado en Estambul que ha alarmado a Europa es el mejor ejemplo de que nos hemos convertido en marionetas obligadas a vivir bajo el techo de la globalización, que no deja de ser otra cosa que los mercados marquen el rumbo del mundo por encima de la voluntad de los ciudadanos. Es significativo, incluso cínico, que precisamente sea Erdogan quien lo califique de «salvaje», cuando es el presidente turco el primero que envía a la cárcel a su críticos, uno detrás de otro.

Tanto Naciones Unidas como el Parlamento Europeo han condenado la matanza. Cabría pensar cuánto hay de hipocresía en todo esto. Hay que recordar que ¡solo hace un año! que la ONU incluyó a Arabia Saudí en su comisión de derechos de la mujer. Hablamos del país situado en el puesto 134 de 145 en cuanto a desigualdad de género, según informe del Foro Económico Mundial.

La Cámara de Estrasburgo, ora para cubrir el expediente ora para fomentar el efecto placebo, ha instado a suspender la venta de armas a Arabia. España, vía Pedro Sánchez, ya ha dicho que no lo hará por responsabilidad y porque no siempre pueden convertirse «los ideales en realidades». Por el medio importantes intereses empresariales, los particulares de algún emérito que otro, y sobre todo la situación en la que quedarían los trabajadores de los astilleros de Cádiz, una zona tan castigada por el desempleo. Su alcalde anticapitalista se ha colocado claramente a favor de estos. Pablo Iglesias mantiene la pose contraria con un escaso argumento: que somos la cuarta potencia de la UE. Nada que añadir. La coherencia es ya tan poco universal como los propios Derechos Humanos. H *Periodista