Hace un tiempo, un buen amigo comenzó una etapa de su vida que implicaba cierta dosis de mando. Cuando hubo transcurrido un año, le pregunté qué balance hacía. Me contestó con desencanto. Me explicó que al acercarte al poder descubres una verdad inquietante: nadie sabe hacia dónde vamos. «De hecho», me dijo, «a veces me pregunto cómo funcionan las cosas y me sorprendo pensando en una suerte de inercia, instinto o azar».

La realidad nos supera constantemente. No hay Gran Plan que pueda incluirlo todo, ni siquiera uno malvado: estamos solos. Las cosas parecen danzar más o menos en orden como lo hace el universo, pero nuestra incertidumbre no tiene fondo porque no tiene final. La seguridad, en política, es una cuestión de gesto. De la misma manera, creer en conspiraciones es tan solo una de las formas de nuestra esperanza porque supone que detrás de todo hay alguien que sabe realmente lo que pasa y sabe lo que hace, aunque sea para mal. Y eso nos otorga un raro consuelo. En momentos de crisis como el que ahora atravesamos, las teorías conspirativas se multiplican como los virus pues nuestro cerebro no está preparado para aceptar que no hay un porqué moral o inmoral detrás de nuestro miedo. Necesitamos construir un relato porque explicar las cosas nos acerca a la felicidad. Pero mi amigo también me regaló una perla que desde entonces guardo: «He aprendido a huir de la felicidad, porque he aprendido que dura poquísimo. He aprendido que todo lo sabemos ya desde los presocráticos, que se nos olvida y que lo recordamos con sangre».

Sin embargo, todo esto no debe importar nunca a un político profesional, al fin y al cabo ya decía Churchill que el político debe ser capaz de predecir lo que va a pasar mañana, el mes próximo y al año que viene, y de explicar después por qué no ha ocurrido.

*Fílóloga y escritora