Se me antoja que el de la independencia judicial es uno de los preceptos peor entendido en nuestra actual sociedad y, lo que es más grave, no por la ciudadanía en general, sino por una parte de la propia judicatura. Hace unos días, a resultas de las movilizaciones ciudadanas que repudiaban la libertad provisional de los miembro de La manada, varios centenares de jueces españoles se dirigieron a instancias judiciales europeas en busca de amparo. Entre sus estrambóticos argumentos, que las movilizaciones en contra de la sentencia ponían en jaque la independencia judicial en España.

Las sentencias de los tribunales están, evidentemente, para acatarlas. Pero acatar una resolución judicial no exige compartirla. Parece mentira que desde ámbitos judiciales no se entienda algo tan básico, el abecé de cualquier argumentación lógica. Ante una sentencia tan alejada, en este caso, del sentido común, los jueces pueden exigir, desde luego, que se acate, pero no colocar una mordaza en la boca de una ciudadanía que, de un modo mayoritario, y no podía ser de otro modo, ha manifestado su estupor ante la misma. Una sentencia que, paradójicamente, provoca alarma social y que es preciso criticar con dureza.

Cada vez tengo más la sensación de que desde ámbitos judiciales se realiza una interpretación muy interesada de la independencia judicial y de la separación de poderes. Estamos ante el único poder del Estado que pone el grito en el cielo ante las críticas. Las críticas al ejecutivo o al legislativo son una constante, desde los medios de comunicación, desde la ciudadanía, a veces incluso en forma de huelgas generales que paralizan el país para protestar por determinadas iniciativas políticas. Pero en estos casos a nadie se le ocurre argumentar que las críticas al ejecutivo suponen un menoscabo de su independencia.

En el fondo de esta anómala situación se halla, desde mi punto de vista, otro profundo equívoco. La idea de que el poder judicial carece de orientación política o ideológica y que se limita a aplicar objetivamente la ley. La ley se presenta como un ente carente de carga ideológica, lo mismo que el juez que la aplica. Nada más alejado de la realidad, en los dos casos. Las leyes están cargadas ideológicamente y los jueces las interpretan desde su posición ideológica. Eso es lo que explica la discrepancia de los tribunales en las sentencias, la diferente orientación ideológica de sus componentes.

En España, la judicatura tiene una evidente orientación conservadora. La presencia de miembros del Opus Dei entre sus filas, por poner un ejemplo de orientación extremadamente conservadora, es bastante representativa. Y, a la hora de aplicar una ley o de dictar sentencia, esa orientación ideológica deja su huella. No es que el juez sentencie fuera de la ley, sino que busca la interpretación de la misma más ajustada a su posición ideológica.

La eficacia del control ideológico consiste en hacer ver que la ideología no existe y que las instituciones actúan desde una posición de neutralidad. Y el poder judicial aplica esa estrategia llevándola el extremo y exigiendo, además, que no se critiquen sus decisiones. Sin embargo, un día tras otro constatamos cómo la justicia se aplica con una potente carga ideológica, reaccionaria, machista, cuyo resultado genera una evidente desigualdad ante los resultados de la aplicación de la ley. Lo hemos visto en el profundo machismo, en el desprecio al sufrimiento de la víctima, en el menosprecio de las movilizaciones ciudadanas de denuncia de la violencia de género, que ha evidenciado la sentencia de La manada. Pero también en muchos otros casos. Mientras artistas son perseguidos bajo delirantes acusaciones de apología del terrorismo, no se incoa ningún tipo de procedimiento contra quienes, en el mausoleo fascista del Valle de los Caídos, hacen reivindicación, brazo en alto, del terrorismo franquista.

Acatar la ley, claro. Cambiarla también, cuando no se ajusta a los tiempos sociales. Pero, sobre todo, libertad para criticar su aplicación cuando no se coincide con la misma. Todos los poderes del Estado están sometidos a crítica, el judicial no puede pretender ser una excepción. Y menos aún, silenciar la voz de la ciudadanía indignada ante tanta ignominia.

*Profesor de Filosofía. Universidad de Zaragoza