Cuando estos señores de La Fundación se ofrecieron a salvar al Real Zaragoza me alegré mucho. Pensé entonces que, siendo gente de orden y muy adinerada, con apellidos sonoros, patrimonios extraordinarios e influencia indiscutible, seguro que sabrían cómo levantar la sociedad anónima (que no club) sin necesidad de atracar a las instituciones públicas. ¡Hala!... Se acabó la era Agapito, tan sombría como sospechosa, y vuelve el altruismo deportivo de quienes pueden permitirse jugarse unos milloncitos por el placer de hacerlo y por la gloria que pudiera suponer. Mas supe luego que estos caballeros, apenas aterrizados en el negocio, ya estaban pasando la gorra por ahí (o preparándose a hacerlo). Naturalmente, los jefes de la política no iban a dar con la puerta en las narices a personas tan influyentes. De momento, cuando todavía no ha empezado la temporada en Segunda, la Diputación Provincial de Zaragoza ya ha comprometido un millón de euros. Regalado. El Ayuntamiento cesaraugustano mantiene la mejor de las disposiciones. E incluso puede que el Gobierno autónomo acabe retratándose (pese a que Rudi no suele dar ni la hora), cuando por otro lado todavía está haciendo frente a los avales que Marcelino le firmó al otro Iglesias para unos créditos que nadie ha pagado. Bueno... nadie, no. Lo estamos aforando a escote entre todos.

Los forofos dicen que un kilito es poca cosa. Los relativistas argumentan que si los gestores de otros deportes también pasan por caja (con el motociclismo de alto nivel a la cabeza), ¿por qué no habría de hacerlo el fútbol profesional? Los más objetivos y escépticos advierten de que el Zaragoza es una empresa privada que lleva lustros obteniendo mucho (de la caja común) y aportando poco (su declive ha minimizado los posibles retornos); así pues, lo normal sería que los actuales propietarios se rascaran su bolsillo y no nos pegasen más palos. Los prudentes aconsejan esperar a ver cómo va el nuevo proyecto.

Ya ven: recortes, déficits, llanto y ruina. Pero el fútbol es el fútbol. Y los ricos no van a entrar ahí para perder dinero. El suyo no, desde luego.