En el último capítulo de la serie televisiva Gomorra, Genaro Savastano, joven boss de la Camorra, prepara una encerrona a otro mafioso que le disputa el control de su clan. Utiliza para ello a un niño, al que mantiene fascinado con su autoridad de capo. Le asegura que él le educará en la ley de las calles. Primera lección, le dice: "No te fíes de nadie. Ni siquiera de mí". Así son las reglas de las posmodernidad criminal que definen las sociedades duras, esas que están siendo construidas a toda velocidad al socaire de la crisis. La sospecha es imprescindible. Nadie puede ser honrado, y si alguien lo es tal vez se deba a que nunca tuvo una buena oportunidad para pasarse al bando de la oscuridad.

Como para corroborar esta impresión, la corrupción se extiende en progresión geométrica, viral se dice ahora. El adjetivo presunto se ha extendido incluso a farmacéuticos aragoneses acusados de revender medicinas que antes habían cobrado en falso a la sanidad pública. Por simpatía con esta súbita explosión, quienes están en el ajo advierten que, bueno, son muchos los usuarios de dicha sanidad que obtienen productos casi gratis usando la tarjeta y las recetas rojas de la abuelita. Y mejor no hablar de las relaciones entre los laboratorios y no pocos médicos, incentivados con regalos, viajes y otros placeres.

¿Puede funcionar una sociedad sometida a la tensión de una suspicacia absoluta? Supongo que no. Una cosa son las lógicas cauciones destinadas a impedir la vulneración de las normas y leyes, y otra muy distinta dar por sentado que todo el mundo es culpable hasta que se demuestre lo contrario. Sin unos códigos éticos y estéticos que impregnen a la ciudadanía y cuyo cumplimiento pueda darse por sentado, sin una reacción inmediata y tajante ante el más mínimo asomo de irregularidad, sin unos valores consolidados, sin confianza... no hay forma humana de construir nada. Y ahí está el quid de la cuestión. Solo los países donde se dan (en general) estas condiciones tienen futuro y ofrecen calidad de vida. En aquellos sometidos a la sucia ley de las calles, el porvenir distópico está servido. De miedo.