Las noticias relativas a las dificultades financieras de la Universidad de Zaragoza ha provocado el sádico regocijo de algunos. Si el Gobierno autónomo no paga ni lo que tiene comprometido, si los nuevos centros no se pueden construir, si los antiguos se desmoronan, si no hay forma de nombrar nuevos profesores titulares, si ya no es posible cambiar las bombillas fundidas... quienes detestan la Academia y lo que ésta significa se felicitan y proclaman que ya era hora de meter en vereda a los inútiles que, según su opinion, vegetan en los campus. No es casualidad que los comunicadores reaccionarios hablen de la casta universitaria cuando quieren meterle caña a Podemos. La España negra viene de una tradición ajena a la ciencia y al conocimiento en general, desconfía siempre de los literatos y aborrece a los artistas. En una mezcla perfecta de burricie y de clasismo, ese reflejo está incrustado en los genes de ciertos individuos. "¡Muera la intelectualidad traidora!", le gritó Millán Astray a Unamuno (y eso que el entonces rector de Salamanca casi era de los suyos).

La burricie se destapa tal cual es cada vez que alguien desprecia no solo a la universidad (la pública, se comprende) sino a sus titulados más accesibles: médicos del Salud, abogados del turno de oficio, maestros, profesores de instituto... Siempre hay alguien dispuesto a considerarlos unos vagos bien pagaos. ¿Bien pagaos? Un catedrático de la Universidad de Zaragoza que trabaje a tiempo completo sale por unos tres mil y pico euros brutos al mes; un profesor asociado no suele superar los 600 euros.

Hay más. Para buena parte de las clases altas (y sus asimilados ideológicos) la universidad, al masificarse, se ha convertido en un factor de movilidad social intolerable. Si cualquiera tiene carrera, se rompe la exclusividad de antaño, que reservaba los estudios superiores a los hijos de las familias pudientes. Por eso la gente bien no solo justifica e incluso celebra la asfixia económica de la institución, sino el hecho de que sus graduados ya no encuentren trabajo, deban venderse por cuatro chavos o hayan de emigrar. ¡Que se jodan!, dijo aquella.