Uno entra en una maratón de Indiana Jones para volver a la infancia y sale de ella más viejo. Seis horas más viejo, en concreto. Y con una cana en la patilla y un insidioso dolor en la rodilla. Dicen las Escrituras que Dios revela a los niños y a los borrachos lo que nos ocultan los sabios. Quizá por eso tiendo a la melancolía y sé recitar la leyenda de las etiquetas de Estrella Galicia. Quizá por eso, también, creí descubrir muchas cosas cuando vi Indiana Jones y la última cruzada a los 9 añosl: cuando Harrison Ford y Sean Connery se suben al aeroplano biplaza, noté una extraña sintonía con mi progenitor (sus ronquidos desde la butaca contigua sincronizados con el zumbido del motor). Quizá por eso mismo fue en las generosas rondas de cervezas de este 31 de diciembre cuando un amigo nos animó a recibir el año en el cine engullendo la trilogía original del arqueólogo. Dice Graham Greene en La infancia perdida que solo en la niñez «los libros ejercen una influencia profunda en nuestra vida». Lo mejor de la maratón no estuvo en las películas, sino en los comentarios entre pase y pase. Nadie recordaba argumentos, sino lo anecdótico: se aplaudía la sopa con ojos y el sorbete de sesos de mono, un macaco haciendo el saludo nazi, un viejo espantando gaviotas con un paraguas para derribar bombarderos y un bellezón con pequitas tumbando a un gordo nepalí en un concurso de chupitos. «Acariciad los detalles», decía Nabokov. Y tenía razón: la memoria se rotura con gestos pequeños y no con grandes titulares. Esperemos que el 2017 nos depare unos cuantos.

*Periodista