En los momentos actuales podemos observar que la ciudadanía da muestras claras de indiferencia hacia la política, e incluso hostilidad, aunque la línea divisoria entre ambas no es siempre muy clara.

Esa indiferencia hacia la política Peter Mair en ¿Gobernar el vacío?, la observa en tres aspectos. Una tendencia en el incremento del absentismo electoral. Desde 1950 a 1980, los porcentajes de participación en Europa Occidental apenas variaron, del 84,3% en la década de 1950 al 81,7 de 1980. Pero, en la década de 1990 cayeron al 77,6. Tendencia que se mantiene, con la excepción de España, quizá porque nuestra democracia es joven. En nuestras elecciones así fue la participación: 1977-78,83%; 1979- 67,43%; 1982-79,97%; 1986-70,49%; 1989-69,74%; 1993-76,44%; 1996-77,38%; 2000-68,71%; 2004-75,66%; 2008-73,85%; 2011-68,94%; 2015-69,67%; 2016-66,48%.

El segundo indicador, los ciudadanos que siguen votando, son más volátiles en sus preferencias, más dependientes de factores a corto plazo. En la práctica, esto significa que los resultados electorales se volverán menos predecibles; los nuevos partidos y candidatos pueden alcanzar mayores éxitos y las alternativas tradicionales entrar en crisis.

En tercer lugar, es significativo el descenso -auténtica hemorragia- en los partidos del número de militantes en todas las democracias más consolidadas. Aquí la tendencia está mucho más acentuada que la de participación o la volatilidad. En Europa occidental en 1980, el porcentaje medio de electores militantes era el 9,8%; a finales de la década de 1990 era el 5,7%. Todavía más llamativo resulta que para las diez democracias europeas sobre las cuales se dispone de datos de 1960, el índice de militancia era del 14%. En la etapa de Rubalcaba la afiliación del PSOE cayó de 216.952 miembros a 197.480. Pedro Sánchez, al abandonar la secretaría general dejó un saldo de 176.000. Sin embargo, el Partido Laborista del R.U con Jeremy Corbyn, de los 200.000 militantes de mitad de 1975 ha sobrepasado ya el medio millón y muchos jóvenes. Debería servir de motivo de profunda reflexión a los dirigentes del PSOE.

La conclusión es clara. Los ciudadanos están desvinculándose del escenario tradicional de la política. Incluso cuando votan -lo que hacen con menor frecuencia y en menor proporción- sus preferencias se guían menos por afinidades partidistas. En este sentido, el electorado se está desestructurando, proporcionando mayores oportunidades para nuevas alternativas, y obligando a partidos y candidatos a un mayor esfuerzo de campaña.

Vistas las dificultades que se encuentran para vincular a los ciudadanos al escenario político tradicional se podría esperar que los dirigentes políticos se esforzaran para revitalizar la política. Pero a pesar de las lamentaciones y de la angustia aparentes, en la práctica existe una tendencia de las élites políticas de acompañar la desvinculación de los ciudadanos con la suya propia. Igual que los votantes se retraen hacia sus propias esferas de interés, políticos y dirigentes de partidos se retraen hacia el mundo cerrado de las instituciones de gobierno. Ambas partes están soltando amarras.

Sigue Mair, los cambios producidos en la política de partidos se pueden resumir en dos líneas. En cuanto a su posición, las décadas pasadas han sido testigos de una gradual pero inexorable retirada de los dirigentes de los partidos del reino de la sociedad civil hacia el del Gobierno y el Estado. Y a su vez también una erosión continúa de las identidades políticas de los partidos y el desvanecimiento de las fronteras entre ellos. Es decir, que cada partido tiende a alejarse de los votantes que pretende representar, y a la vez se va acercando a los protagonistas varios con quienes se supone que tiene que competir. Las distancias entre los partidos y los votantes se han ampliado, mientras las distancias entre los propios partidos se han reducido. Ambos procesos refuerzan una creciente indiferencia y falta de confianza de los ciudadanos hacia los partidos y las instituciones políticas.

Los partidos han cimentado su conexión con el Estado concediendo una prioridad creciente a su papel como organismos de gobierno en contraposición al de organismos de representación. O lo que es lo mismo, «buscan más el despacho». Nuestros gobernantes se han convertido en una élite que se perpetúa a sí misma y que gobierna -o más bien administra- a masas pasivas o privatizadas. Los representantes no actúan como agentes del pueblo, sino simplemente en lugar de él (…) Son profesionales, arraigados en los despachos y en las estructuras de los partidos. Inmersos en su propia cultura, rodeados por otros especialistas y aislados de las realidades diarias del electorado, viven no ya físicamente, sino también mentalmente «dentro de la campana».

Señalemos los resultados de este divorcio. El vacío resultante ha servido en algunas ocasiones de motor para una movilización popular normalmente (pero no únicamente) hacia la derecha. La creciente distancia entre ciudadanos y dirigentes políticos también ha provocado que las élites políticas justifiquen una toma de decisiones menos dependiente de criterios mayoritarios, y mayor protagonismo para organizaciones no partidistas y no políticas como jueces, organismos reguladores, bancos centrales y organizaciones internacionales.

*Profesor de instituto