Jeffrey Winters ha estudiado en el libro Oligarquía (2011) la historia de los más ricos, desde las oligarquías de la Antigua Grecia hasta los multimillonarios que hoy lideran el ránking de Forbes. Examina las estrategias de las grandes fortunas para defender sus bienes y los problemas que su éxito está causando al mundo moderno. Han pasado ya siete años de su publicación, pero es plenamente vigente.

Hoy 62 personas tienen la misma riqueza que la mitad de los habitantes del planeta (unos 3.600 millones). En los Estados Unidos, los 20 más ricos tienen una fortuna equivalente a lo que poseen la mitad de los norteamericanos (unos 160 millones). Algo sin parangón en la historia de la humanidad. Un senador del imperio romano en la cima de la escala social, era 10 mil veces más rico que una persona promedio. En Estados Unidos los 500 más ricos tienen cada uno 16 mil veces más que un americano promedio. Ni siquiera en las épocas con esclavos, la riqueza estaba tan concentrada como hoy.

En las últimas décadas, el debate público se ha desinteresado del aumento de la concentración, según el pensamiento económico dominante, para el que lo importante es el crecimiento económico. Robert Lucas, profesor de la universidad de Chicago y Premio Nobel de Economía 1995, es un buen ejemplo: «Entre las tendencias dañinas para una economía bien fundada, la más seductora y la más venenosa, es la de poner el foco en la distribución», escribió en 2003. Winters sostiene, sin embargo, que al olvidarse de la concentración, lo que se ha hecho es ignorar el poder político que esta genera. Advierte que a medida que la concentración crece, ese poder se hace más indomable, y que la voracidad del 1% más rico es consecuencia de la aparición de un poderoso actor: la industria de la defensa de la riqueza. Es «un ejército de profesionales muy preparados y bien remunerados, que piensan no solo en cómo hacer más ricos a sus empleadores, sino en cómo imponer políticamente las ideas que los benefician».

Esa industria surgió en Europa y América como consecuencia de las alzas tributarías con que los países buscaron financiar los gastos de las dos guerras mundiales y el Estado de bienestar. Desde entones su misión es asesorar a los más ricos para neutralizar la amenaza redistributiva del Estado, por dos vías: desde centros de pensamiento y una extensa red de instituciones conservadoras que imponen: la redistribución es económicamente dañina y éticamente injusta»; y desde bufetes tributarios en los que abogados y economistas diseñan complejas redes legales para que los más ricos oculten sus ingresos y bienes a los Estados. Un ejemplo. El economista de la Universidad de Harvard Gregory Mankiw, escribió en un artículo en 2013, En defensa del uno por ciento: «el grupo más rico ha hecho una contribución significativa a la economía y por ello se ha llevado una parte importante de las ganancias». En las últimas décadas, las ganancias que se llevan, se habrían incrementado gracias a la revolución tecnológica que habría permitido que «un pequeño grupo de altamente educados y excepcionalmente talentosos individuos» obtengan «ingresos imposibles una generación atrás». Mankiw escribe pensando en Steve Jobs y en los millonarios que han cambiado el mundo desde Silicon Valley. Pero estos planteamientos los cuestiona en su libro El Estado Emprendedor de 2013, Mariana Mazzucato, una de las más influyentes economistas actuales, al mostrar que muchos avances tecnológicos no se originaron en arriesgadas inversiones privadas, sino en cuantiosas inversiones públicas de las que los economistas no hablan. Se fija en el Ipad de Apple, que debe su «inteligencia» al gasto de EEUU en la carrera espacial. Bajar a Steve Jobs del Olimpo del producto de investigaciones de la industria de la defensa y de la exploración espacial estadounidense. Y todas ellas fueron financiadas con recursos públicos: las que permitieron crear internet y el GPS, las pantallas táctiles, incluyendo el asistente por voz SIRI. El contar mal la historia de la innovación tiene un efecto económico-ético: facilita a las compañías apropiarse de las utilidades que generan los conocimientos financiados con recursos públicos. Por eso, cuando en 2013 Apple repartió dividendos para sus accionistas, Mazzucato argumentó que los contribuyentes estadounidenses poseían más derechos sobre esos ingresos que los accionistas.

Los inéditos niveles de desigualdad actuales evidencian que la industria de defensa de la riqueza ha funcionado muy bien. Por ello, a la sociedad no le resulta estridente que existan desigualdades flagrantes. Asumimos que los exitosos se lo merecen. Y, junto a ello, la filosofía política ha sido incapaz de crear una teoría sobre la desigualdad admisible. Las «teorías de la justicia» de Rawls, Dworkin o Amartya Sen establecen el mínimo de bienes merecido por todos los ciudadanos. Pero nada de los límites de la desigualdad. Parece que, si la sociedad garantiza las mismas posibilidades a todos, algunos pueden enriquecerse sin límite. Una falta de idea alarmante. Sobre todo, porque el enriquecimiento escandaloso funciona desde ya, mientras que la igualación de los ciudadanos se demora. Necesitamos con urgencia una teoría política sobre las desigualdades admisibles. Sobre todo, porque la explosión de desigualdad está poniendo en crisis a nuestras democracias.

*Profesor de instituto