Es al filósofo y escritor existencialista francés Jean Paul Sartre (1905-1980) a quien se debe la frase «L´enfer c´est les autres» (El infierno son los otros), que dejó plasmada en su obra teatral Huis clos (Puerta cerrada), escrita en 1944, un año antes de la finalización de la segunda guerra mundial. Un drama en el que Sartre expone que, en buena medida, la propia personalidad vendría definida por el impacto que en cada individuo ejerce la opinión de los demás. Lo irónico de la cuestión, es que en función de esta premisa, juzgar al prójimo no sería sino la expresión de la auto percepción que cada cual tiene sobre sí mismo.

En consecuencia, afirmar la identidad sobre la confrontación equivaldría a avanzar irremediablemente hacia el paradigma de la radicalidad, infeliz y brutalmente ya explorado por los propagandistas de los totalitarismos que emergieron durante las primeras décadas del siglo XX. En realidad propuestas categóricas que reducían la realidad a dos simples caras de una misma moneda, en cuyo reverso figuraba la efigie de la más perversa cursilería, expresada en manifiestos, panfletos, esloganes y soflamas, vomitados por la boca de los Grandes Hermanos, a quienes -debiéndoseles respeto y veneración, como amados líderes- se les hacía insoportable el sentimiento del ridículo, por lo cual eliminaron cualquier espacio para la broma, la ironía y la sátira.

Llegados a nuestros días, profusamente adornados de fake news y posverdad, «Estos son mis principios. Si no le gustan, tengo otros», no es ya un inteligente chiste atribuido a Groucho Marx, sino uno de los más tristes teoremas del código ético de la posmodernidad. De manera que cada vez estamos más acostumbrados a oír, de boca de los más ilustres representantes del panorama nacional e internacional, una afirmación y su contraria casi al mismo tiempo.

Así, la moralidad de temporada ahora tan en boga, precisa de categorizar al otro, aplicarle un determinado código de barras, definirlo en términos absolutos, y reducirlo a muñeco de carnaval sobre el que poder cargar las propias frustraciones ante la evidencia de una coyuntural realidad que no se adecúa a la deseada. Un comportamiento verdaderamente pueril y que, sin embargo, define a nuestra sociedad global, infantilizada y rebosante de sentimientos mágicos, propios de una Humanidad en increíble retroceso hacia un estadio neo-mitológico, en el que parecería que las personas se desenvuelven como actores pasivos de un videojuego, entre defensores y detractores de ideas etéreas y sublimadas a la categoría de verdades absolutas, en el que la vida real queda transferida a un escenario virtual idealizado y carente de esfuerzo, responsabilidad, compasión, sufrimiento y amor al prójimo.

En este nuevo paradigma virtual de la vida, necesariamente el infierno han de ser lo otros, ya que de no existir tampoco habría un paraíso quimérico y totalmente prescindible que alcanzar. Y el juego se acabaría.

*Historiador y periodista