El sabio oficial de la pandemia, Fernando Simón, nos está educando en una jerga sanitaria cuando menos pintoresca. Una de sus expresiones recurrentes, sorprendentes, es: «Inmunidad de rebaño».

Hasta ahora, en España, inmunes o impunes eran sólo los elegidos, la casta, pero parece que, médicamente hablando, hay otro tipo de inviolabilidad, la vírica, de la que podríamos beneficiarnos todos, no sólo unos pocos aforados.

Sin embargo, Fernando Simón no está seguro de que pueda llegar a ser así (como buen científico, no está seguro de nada). En su diaria tele clase nos explica Simón que para que todos los españoles —el rebaño— alcanzásemos esa deseada inmunidad contra el coronavirus deberíamos pasar previamente por los estadios de contagio, infección y curación. De cumplir dicho ciclo tres cuartas partes de la población —el rebaño—, la enfermedad covid-19 habría sido oficialmente derrotada y pasaría a engrosar un nivel inferior de amenaza, como la tuberculosis, la gripe, el sida o determinadas neumonías y hepatitis...

El ministro de Sanidad, Salvador Illa, que poco a poco se va doctorando en medicina de choque, también habla de vez en cuando, al rebufo de Simón, de «inmunidad de rebaño». Pero en cuanto un político pronuncia la palabra «rebaño», a muchos se les pone mal cuerpo, como si un virus antidemocrático les estuviera descomponiendo sistemas y derechos elementales, como la movilidad.

En esta nueva pandemia de bacteria autoritaria detectada entre la clase dirigente no se sabe si combaten o contagian los radicales de uno y otro signo, la derecha facciosa (Vox) y la izquierda cubana (Podemos), los nuevos iluminados, mistagogos, demagogos que han convertido el Congreso en hospital constitucional y uci ideológica, traumatizada por síntomas desconocidos.

Habrá que ver si el pueblo español, para algunos rebaño de electores, es capaz de rebelarse y enfrentarse a estas nuevas amenazas —el autoritarismo y la globalización— o si, poco a poco, cediendo ora a un decreto, ora a una sanción, se deja encerrar, ya no en sus casas o en las «arcas de Noé» de los asintomáticos, ya no por amables médicos y policías, sino por pastores armados con palos y hondas entre las cercas del miedo.