Este año nos sobraba el día de los Santos Inocentes. Todo el año ha sido una inmensa inocentada que aún no hemos conjurado.

En enero empezamos a oír hablar de un virus chino que provocaba chistes y poco más, pero nos dijeron que no pasaba nada y que llevar mascarilla era innecesario; en febrero, por nuestros vecinos italianos, nos enteramos de que pasar, sí pasaba, pero el pensamiento mágico de dirigentes y población hizo que siguiésemos creyendo que aquí llegarían uno o dos casos aislados y que usar mascarilla era de egoístas; en marzo el asunto nos explotó en la cara, pero con quince días de confinamiento se arreglaba, eso sí, la mascarilla se hizo obligatoria; en abril vimos que no, que no se arreglaba, y además por salir sin mascarilla (en los poquísimos casos permitidos) te podía caer una multa; en mayo empezamos a ver una esperanza, y nos dijeron que el virus remitiría con el calor; en junio vimos que con el calor no remitía, pero la economía estaba resentida, los hospitales ya no estaban saturados gracias al confinamiento y había que vivir; en julio y agosto el virus repuntó; en septiembre llegó el nuevo curso y el miedo, el virus no remitió pero si nos portábamos bien, la Navidad sería normal; octubre no fue normal; noviembre fue peor de lo esperado pero la vacuna parecía ya una realidad; en diciembre la Navidad ha sido de todo menos normal y una nueva mutación del virus hace que ya no sepamos a ciencia cierta si la vacuna de nuestra esperanza, que en nuestro país se empieza a administrar en estos días, servirá de algo.

Nos hemos acostumbrado a contar muertos. Nos hemos acostumbrado a vivir con mascarilla. Nos hemos acostumbrado a no saber qué pasará. Pero ya somos cualquier cosa menos inocentes, no nos atrevemos a creer. Ojalá el 2021 nos permita volver a serlo en alguna medida.