Se cumplen cincuenta años de la muerte de Yukio Mishima. Yo llegué a él a través de una canción de La Mode, esa fue la pista, simplemente un nombre que desconocía provocándome desde una frase, pero hay algunos autores con los que ocurre algo a la par muy sencillo y muy complicado: una vez que te has acercado a ellos es casi inevitable caer en una fascinación que nunca acaba porque siempre termina en un inmenso interrogante.

Es difícil de entender, y más para nuestra mentalidad occidental, que un hombre de éxito y talento, un hombre que ha esculpido con la misma dedicación su prosa y su cuerpo, dirija contra sí mismo la espada y termine voluntariamente con su vida a los 45 años mediante el -a nuestra vista, escandaloso e incomprensible- rito del sepukku. Pero Yukio no solo pretende romper nuestros esquemas, sino que verdaderamente los rompe. Todo esto ha sido explicado muchas veces y de muchas maneras: la raigambre cultural del suicidio en la mentalidad japonesa, su concepto de honor, las frustraciones políticas y vitales de su extraño mundo, su nacionalismo, su locura. Pero todo razonamiento nos envuelve en una nueva perplejidad y quizá para conjurarla ni siquiera leer sus 244 obras sería suficiente.

Tal vez solo quiso evitarle al tiempo su tedioso trabajo, lanzándose por fin desde el despeñadero que siempre llevó agazapado entre las cejas. Y no sabe uno qué le inquieta más, si ser incapaz de entenderlo o, precisamente, intuir que también puede abrirse paso en nosotros alguna comprensión.

Dijo que quería hacer de su vida un poema, Yukio Mishima, el hambre de absoluto, la sed de belleza… el marino que perdió la gracia del mar: «La edad promedio de un hombre en la Edad de Bronce era dieciocho años; en la era romana, veintidós. El paraíso debe haber sido hermoso entonces».