Entramos en días de manifiestos y de adhesiones. A cualquiera le pueden pedir una firma y lo más razonable es resistirse a menos que le den el tiempo que necesite para reflexionar en soledad sobre lo que le propongan suscribir, aunque en eso de los manifiestos los más requeridos suelen ser los intelectuales, tribu de difícil localización, como ironizaba cierta vez, un diario madrileño. A efectos de firmar un manifiesto cualquiera puede ser un intelectual, pero a efectos de merecer socialmente esa adjetivación, intelectuales lo son bastantes menos. Si el requerido para firmar un manifiesto político es verdaderamente un intelectual, tiene ante sí un dilema inviable: el de estar en todo, con unos o con otros cuando como aseguraba Camus, los intelectuales no deberían ser enemigos de nadie, salvo de los verdugos.

A pesar de mi confesada admiración por Ortega, no comparto su parecer de que "la misión inexcusable de un intelectual, sea ante todo, tener una doctrina taxativa, inequívoca y de ser posible, formulada en tesis rigurosas y fácilmente inteligibles"; ¡hombre, obra tan plenaria no la hizo ni don José, no obstante vida tan fecunda! Bien está que el intelectual vaya elaborando un cuerpo de doctrina en aquello de lo que se ocupe, pero no será definitivo porque la rectificación y la duda acompañan incluso a los maestros, hasta el final de sus días.

Es cierto que como afirmó también Ortega en el pasaje que menciono, los intelectuales no están en el planeta para hacer juegos malabares con el caletre ni para mostrar a la gente los bíceps del propio talento, sino para encontrar ideas con las cuales puedan los demás vivir, pero don José se pasaba de tajante porque los intelectuales no nacen con su doctrina puesta ni suelen culminarla casi nunca y eso, tras empaparse de doctrinas ajenas.

Gordon, un excelente humorista británico, opinaba pragmáticamente, que "nadie es intelectual si no emplea su cerebro para algo útil", pero se iba por el otro extremo porque esa utilidad puede limitarse a la idea de ganar dinero que no es la más intelectual de las ideas aunque nadie la desprecie. Tierno Galván contaba que los hay que tienen un concepto cuantitativo de los intelectuales porque asistiendo a una reunión con cierto ministro, escuchó a un secretario decir que avisaran al anfitrión que ya habían llegado todos y que eran unos doscientos...

Giner de los Ríos advertía a Costa escribiéndole sobre la responsabilidad de los intelectuales que "los culpables no son los que no ven, sino los que no hacen lo que ven claro". El hecho de ver claras las cosas no quiere decir sin embargo, que se sepan solucionar. ¿Cuántos intelectuales no lo demuestran cuando degeneran en ministros?

El intelectual se equivoca más o menos cómo todos porque busca la verdad pero no la posee y cómo profeta suele ser calamitoso. No lo tiene fácil el intelectual cuando ese papel que le piden que firme le vincula según es frecuente, a la política de facción o a la ocasional de unas elecciones en las que todos los candidatos parecen parientes. Pienso que con esa firma que echa, el intelectual se compromete pero no compromete a quienes se la pidieron. Entendiendo como intelectual lisa y llanamente, a la persona que sabe de la especialidad que cultive y sea capaz al tiempo, de ejercer una crítica solvente respecto de la sociedad en la que vive, considero que son más estimables sus opiniones que sus adhesiones. Desde luego, el intelectual no deja de ser humano; tiene intereses, debilidades y sentimientos lo mismo que los demás y padece en ocasiones, el virus de las tendencias; así, se aprovecha su escora temperamental y se busca su adhesión a programas o a candidatos cuyos compromisos no suele conocer bien. Están en su derecho y otros en el de recelar.

Nada más intelectual que un filósofo, porque no cabe filosofar sin libertad de pensamiento, a la hora de ponderar si nuestras instituciones son las adecuadas, qué es eso de la Justicia y cómo se administra, si los partidos creen en la existencia de los valores comunes y quieren que prevalezcan sobre los particulares o si prefieren que cada día se parta del caos, que todo se ponga en almoneda y que siempre estemos empezando. Esas dudas las tenemos hasta los no intelectuales y Carlos Marx las manifestaba abiertamente en su tesis sobre Feuerbach cuando reprochaba a los filósofos que se limitaran a interpretar el mundo de distintos modos, cuando de lo que se trataba era de transformarlo. Pero la receta de Marx sirvió de mucho, salvo aplicándola sensu contrario porque a la postre, él sólo era... otro filósofo.