El concepto de inteligencia colectiva no es nuevo. Entre sus antecedentes y precursores desataca el francés Émile Durkheim cuando allá por 1912 ya se refería a la inteligencia superior del grupo, en la medida en que trasciende al individuo en el espacio y el tiempo. También a él se debe la noción de conciencia colectiva que, más allá de la colaboración entre los componentes de la sociedad que caracteriza a la inteligencia colectiva, se refiere al conjunto de creencias y sentimientos de una colectividad que formando un sistema cuenta con una existencia propia. La inteligencia colectiva como tal no solo se aprecia en al ámbito humano, también se da entre algunos animales que viven en grupo es el caso de las hormigas y, muy especialmente, de las abejas como dejaron lúcido testimonio estudiosos tan heterogéneos como el belga Maurice Maeterlinck, premio nobel de literatura en 1911, o el austriaco Karl Ritter von Frisch también premio nobel pero de fisiología y medicina en 1973. Como ven, y seguro que ya sabían, la inteligencia colectiva no ha pasado desapercibida ni a filósofos, ni a artistas ni a científicos. Más recientemente esa variante de la inteligencia también está siendo motivo de investigación en el campo de la informática, a cuenta de la llamada inteligencia artificial, cuyas extensiones y derivaciones serán, ya son, de primer orden. Lo curioso, o tal vez en el fondo no tanto, es que los innegables avances en el campo de la inteligencia artificial -a los que casi a diario asistimos y que no dejan de maravillarnos- se produzca en paralelo a lo que tengo por «ataques» más o menos premeditados y orquestados a la más vieja y frágil inteligencia colectiva. Como todo lo humano nuestro devenir está plagado de contradicciones que en ocasiones logramos superar materializándolas en mejoras técnicas, científicas, jurídicas… pero que no siempre resultan fáciles ni fecundas. Y digo esto porque si por un lado la reciente publicación de una «Carta abierta sobre la justicia y el debate abierto», suscrita por ciento cincuenta intelectuales, escritores e incluso ajedrecistas expresando su oposición a determinadas actitudes de intolerancia traducida en descalificaciones y castigos provenientes tanto del ámbito de la derecha como especial y paradójicamente del activismo progresista norteamericano es un motivo para la esperanza. Por otro lado, la proliferación en redes y medios de comunicación de opiniones que con ánimo coactivo cercenan el derecho a la libertad de expresión y la necesaria y legítima discrepancia están empobreciendo a ojos vista la vida pública en aquel país y en otros lugares, incluida Europa, es causa de desánimo. La constante fustigación ejercida contra quien disiente de la opinión tenida por correcta y completa no hace sino fomentar una lamentable autocensura que pone en jaque la inteligencia colectiva de la que unos y otros, todos, acabamos dependiendo. Con confesado cansancio entiendo que en ese mismo contexto habrían de ubicarse ciertos juicios como puedan ser la justificación del insulto o el inexplicable intento de vaciar de contenido la libertad de cátedra realizados también esta misma semana por un ministro del Gobierno español y por uno de sus numerosos asesores, eso sí, el más mediático. Así las cosas, con una de cal y otra de arena quizás debiéramos seguir aprendiendo de las abejas.