Para la derecha (así, en general) ha sido muy duro. Más allá de las febriles jornada en las que internet echaba humo y los bots revolucionaban sus motores de silicio, la realidad se ha impuesto: por orden del pueblo soberano Sánchez seguirá disfrutando de su colchón monclovita, los nacionalistas periféricos están más fuertes que nunca (y no pasa nada), el establishment europeo respira aliviado, los mercados responden en positivo, la CEOE se adapta a las circunstancias... Tezanos tenía razón. Y probablemente esto último es lo que más les ha dolido a los apocalípticos del «¡España se rompe!»

Así que ahora el PP se retuerce sobre sí mismo en una tormenta de renuncios, rectificaciones, enfrentamientos internos, desacuerdos y temores. Vox se enfada en Andalucía por la última y risible pirueta retórica de Casado («¡Son de extrema derecha!»). En los actos institucionales se suceden las retiradas de saludo, las puyas y las miradas de mucho reojo. Qué dura ha sido la caída. Qué fiasco comprobar en carne propia los letales efectos de la fórmula d’Hondt en las circunscripciones pequeñas. Qué jodido darse cuenta de que más de la mitad de los españoles no comparten esa idea de España tan ... paleoconservadora.

El caso es que aquella noche del pasado domingo, las fábricas de bulos ultraderechistas guardaron silencio de repente como si alguien las hubiese apagado dándole a un interruptor. Y las cosas fueron como son. Los de Abascal han dejado de ser los dueños del ámbito digital y sus mensajes reclamando un recuento voto a voto en toda España y denunciando imaginarios pucherazos son recibidos entre carcajadas. Porque con solo 24 diputados, las cosas de los chicos de Bannon ya no resultan amenazadoras sino cómicas.

Las derechas se disputan, ahora a cara de perro, la hegemonía en su sector. Con Cs ganando, de momento, la partida. En las autonómicas y municipales, el partido de Rivera puede ser decisivo (incluso la primera fuerza) en grandes ciudades y en no pocas comunidades. A ver qué pasa entonces.