Al llegar la noche veo en la tele (por suerte un aparato comprado justo antes del desastre, con una pantalla enorme y un equipo de sonido apabullante) capítulos de la serie 'Mad men', que me tiene enganchado. No es fácil a veces conectarse a Netflix o cualquier otra plataforma porque la cuarentena general ha generado una demanda que satura los servidores. Claro, estamos metidos en casa y como ahora se ha perdido la tradición oral, los cuentos y anécdotas de los mayores no interesan gran cosa a la florida juventud y necesitamos intensos estímulos para no aburrirnos, pues resulta que internet se ha convertido en una pieza fundamental del nuevo estilo de vida. Ya era importante antes. Ahora es el gran contexto del coronavirus: entretiene, relaciona, informa, nos vuelve locos, nos inunda de mentiras y opiniones desmadradas, nos permite hablar por skype con amigos y familiares (y con los abuelitos, pobrecicos), y contribuye a darle a todo esto un aire futurista. En los años Setenta del siglo pasado era fácil leer relatos y cómics que inventaban la distopía por venir : “Es el año 2021 -contaban-, y la humanidad ha quedado devastada por un nuevo y letal virus que se propagó a velocidad imparable...”. Pero, oye, aunque el mundo se había convertido en un lugar muy jodido, ya en aquellas profecías literarias o cinematográficas siempre había muchas, muchas pantallas, videoconferencias, realidad virtual, hologramas y maravillas similares.

Así está siendo. Lo vemos en tiempo real. Desde las apariciones del presidente del Gobierno (el sábado, muy regular; el domingo, bastante mejor) hasta los tuits que alcanzan una difusión viral (nunca mejor dicho) deseándole la cárcel al susodicho. Bulos y buenas intenciones corren por el ciberespacio. Se multiplican las ofertas. Pornhub, el canal de entretenimiento para adultos, ha abierto su premium dejándolo gratis mientras dure el confinamiento. Y el propio Sánchez presume de la intensidad del tráfico de datos.

Puede que tras el paso del coronavirus nada sea igual. Pero internet seguirá ahí, más poderoso que nunca. Las plataformas de televisión y música habrán consolidado su dominio en el territorio audiovisual. Las redes sociales y los grupos de wahtsapp incrementarán su omnipresencia. Amazon obtendrá más y más cuota de mercado porque habrá podido funcionar tranquilamente mientras el comercio tradicional tenía que permanecer cerrado. El poder de los mensajes (verdaderos o falsos, razonables o disparatados, conciliadores o cargados de odio) transmitidos a través de la galaxia digital configurará una nueva opinión pública, y ojalá esta no sea modelada mucho más por los trolls y bots de los conglomerados ideológicos y económicos que por los periodistas profesionales que aún quedan. Porque mientras tanto, como parte insoslayable de la crisis económica en la que nos sumimos, los medios convencionales, aquellos que todavía pretenden ofrecer información de alguna calidad, están perdiendo casi toda la publicidad que les permitía sobrevivir, justo cuando sus audiencias se disparan y se percibe como nunca su carácter de servicio público.

Internet es no solo el contexto, sino la alternativa. A quienes seguimos leyendo libros y periódicos en papel y añoramos la salas de cine (por muy grandes y retumbantes que sean nuestras nuevas teles) todo esto nos tiene cada vez más perplejos. Habrá un antes y un después. La revolución digital avanza. Para ayudarla, el virus, ya saben, la tiene tomada con los mayores de sesenta años que veníamos presumiendo de ser los últimos analógicos. ¡Socorro!