Como acostumbra a suceder en estos casos, la fusión entre Bankia y Caixabank se ha llevado con sigilo (por no decir que se ha llevado en secreto) hasta que ya prácticamente estaba hecha y contaba con las bendiciones de las autoridades bancarias y del Ministerio correspondiente. O, lo que es lo mismo, hasta hacer imposible cualquier debate mínimamente serio sobre las ventajas (evidentes para unos pocos) y las desventajas (muy probables para la mayoría) que acarreará esta operación que convierte a la que fue caja de ahorros catalana en el mayor banco español por activos.

No soy economista, como no lo son muchísimos ciudadanos, pero eso no significa que seamos tan escasos de inteligencia como para no entender las razones de los expertos. Y en este caso, como en tantos otros, argumentos y explicaciones han brillado por su ausencia. La ministra Calviño habla una vez más de la importancia de contar con gigantes financieros para competir con los demás gigantes en ese enorme y feroz mercado de las finanzas. Se olvida de que no todo lo que es bueno para el mercado es bueno para que esas finanzas respondan a la función económica y social que se espera de ellas.

Tal vez olvida también que la banca española es ya la más poderosa y extensa, proporcionalmente, de todas las bancas europeas. Y, además, con el sector público financiero más reducido, porque el Banco de España funciona en la práctica como un lobby de la banca privada y de las políticas neoliberales.

Es más, el informe del Observatorio de Responsabilidad Corporativa señala que todas las empresas del sector bancario que pertenecen al Ibex tienen sociedades en paraísos fiscales, más de trescientas comprobadas. Y que, tras BBVA y Santander, son Caixabank y Bankia las que controlan más sociedades evasoras de impuestos.

Salta a la vista que el Estado, después de haber aportado tanto dinero público, verá reducido el 61% que todavía posee en Bankia, tras la fusión ese porcentaje quedará reducido a una participación minoritaria en un banco privado que mueve sus intereses en paraísos fiscales, esos paraísos a los que el gobierno al que pertenece la ministra Calviño se comprometía a combatir.

Permítanme la señora ministra y los bien pagados ejecutivos bancarios que les señale brevemente por que, como decía antes, lo que es bueno para el mercado financiero global no tiene por qué serlo para el común de los ciudadanos que obligadamente dependen de él para sobrevivir.

En primer lugar, porque no se entiende por qué la competencia, sagrada para el capitalismo y fuente de beneficios para los consumidores, es mala para el sector financiero. ¿Por qué es mejor que el poder financiero se concentre cada vez en menos manos que pueden así presionar sobre el poder democrático e imponer sus condiciones sobre sus clientes, que somos todos?

Las supuestas eficiencias de esos colosos financieros han quedado en entredicho en varias ocasiones. La última, con motivo de la crisis del 2008 (que aún colea), pero no solo no se han tomado medidas que reduzcan la discrecionalidad y la opacidad con las que actúan sus dirigentes, sino que la opacidad crece con cada nueva concentración de poder.

Cada fusión viene acompañada de una dolorosa pérdida de empleos. En este caso se calcula entre 5.000 y 10.000 los trabajadores que serán expulsados del mercado laboral. Habrá jubilaciones anticipadas, en contradicción con lo que se dice desde el Ministerio de Seguridad Social, y los costes puros y duros de esa pérdida de empleo recaerán en exclusiva sobre las arcas públicas. Es obvio que los que asuman las entidades que despidan a sus trabajadores no son más que una buena inversión que pronto quedará amortizada por el ahorro en las nóminas.

Pero, con ser muy grave todo esto, lo peor a mi juicio es que la fusión corta de raíz la posibilidad de que España vuelva a contar con una banca pública capaz de modular, aceptando las reglas del juego bancario, los excesos en los que a menudo incurre la banca privada y facilitar el acceso al crédito de todos. Hace algunos años, en plena pandemia financiera, publiqué un librito en el que argumentaba los motivos por los que nuestro país debería reconsiderar la puesta en marcha de una banca pública, aquella que se privatizó de manera tan apresurada y oscura como nefasta para los intereses del Estado. Los más de 24.000 millones de euros que el Estado aportó a Bankia en el 2012 le permitían participar en un 62% de su accionariado: algo más que un embrión de banca pública. Con la fusión, el Estado queda en una posición muy minoritaria en el nuevo banco… sin que los españoles hayan recuperado más allá de 3.000 millones de lo que desembolsaron. Sobra decir que, sobre esta cuestión, ni la ministra Calviño ni nadie ha tenido a bien decir una palabra. Y, si bien se mira, sobre ninguna de las otras cuestiones que acabo de plantear.

¿Sería mucho pedir que alguien con responsabilidades de gobierno responda a esos interrogantes razonables con algo más que las incomprensibles jaculatorias neoliberales con las que los tecnócratas nos reprochan nuestra ignorancia acerca de esas difíciles materias económicas, igual que los curas preconciliares usaban el latín para hablarnos de Teología?