Hace pocos días alguien acusaba de narcisista a una política en campaña electoral por su gran afición a publicar selfis en sus redes sociales. Ella se defendió: no es tanto su afición, dijo, como la de aquellas personas con quienes ella accede a retratarse y que luego hacen públicas las imágenes. Es el viejo gusto humano de fotografiarse al lado de un famoso, cuanto más cerca mejor, cuanto más agarrado a él, más satisfactorio. Poder mostrar la foto a los amigos y decir: mira a quién conozco. Aunque el conocimiento en cuestión se haya limitado a los cinco segundos que fueron necesarios para tomar el selfi. El narcisismo tiene que ver. Vivimos una época tremendamente narcisista. Se percibe en cualquier manifestación artística, desde la pintura al teatro, pasando por la literatura. Y, sobre todo, se ve en las redes sociales.

Está de moda hablar de uno mismo, de la propia experiencia, de la propia vida, sin disfraces ni disimulos. Publicar fotos de lo que comemos, adónde vamos, qué hacemos, qué llevamos puesto. Fotos de todo tipo de gente -esto de los selfis no hace distinción de clases sociales- en el baño, en ropa interior o incluso sentada en el retrete, que desafían al buen gusto y atentan contra la más elemental intimidad.

A veces me pregunto cómo algunos venden tan barata su intimidad, o qué sacan a cambio, además de likes. Y también si merece la pena. ¿Es satisfactorio ser popular por algo absurdo, idiota o vulgar que cualquiera puede hacer? En la misma onda, si eres un artista y presentas una obra sobre ti mismo, es preciso dejar muy claro en el programa de mano de la exposición, o de la función, que lo que vamos a ver ocurrió realmente, sin filtros ni condimentos. Me inquieta comprobar que lo «basado en hechos reales» gusta tanto como la foto del retrete. Es como si olvidáramos la misma esencia del arte: basarse en la vida para sublimarla. Como si dijéramos que un rosbif en su justo punto es menos interesante que un pedazo sanguinolento y aún caliente de carne de ternera. H *Escritora