Además de las gallega, vasca y catalana, en España existen otras lenguas minoritarias. Incluso en Cataluña, en el valle de Arán, muchas poblaciones de esta zona del Pirineo de Lleida hablan una lengua propia y distinta del catalán: el aranés, que cuenta con emisoras de radio e incluso alguna televisión local propia. En Asturias se habla la lengua asturiana o bable. En León, en la comarca del Bierzo se habla una lengua prácticamente idéntica al gallego; e incluso en Extremadura hay varios pueblos que, por influencias históricas, hablan también gallego; en Murcia existe el panocho, una variedad lingüística con muchos aportes del aragonés. Y por supuesto, en nuestra tierra, además del castellano se habla el aragonés y el catalán.

El concepto de "nacionalismo", asociado al de lengua tiene su origen en el Romanticismo europeo, que se desarrolló a lo largo del siglo XIX. De este modo, después de siglos sin ser utilizadas en la administración, la iglesia o la escuela, el fomento de las lenguas regionales tuvo su principal baluarte en el uso que de ellas hicieron reconocidos y prestigiosos poetas y escritores (hombres y mujeres) en muchas de sus obras literarias. Sin embargo sería errónea la identificación entre lengua y nación. La lengua puede ser uno de los aglutinantes de un pueblo, pero no su determinante. Incluso, históricamente se dieron casos en que las naciones aparecieron antes que el idioma, como es el caso de Italia, donde en 1860, tan sólo un tres por ciento de su población hablaba el toscano, que años después se convertiría en el idioma nacional.

Según el escritor holandés Ian Buruma, autor del libro El Camino a Babel, uno de los principales atractivos de una lengua coloquial, dialecto o jerga, incluso la principal razón para resucitarla o inventarla, reside en el hecho de que los ajenos a ella no la entiendan. Así entendida, en cierto sentido, la lengua se convierte en una especie de "santo y seña". De manera que si la comprendes (recordando al grupo de cantantes chilenos Quilapayún) "se abre la muralla", y si no, "se cierra la muralla". El riesgo reside, por tanto, en que a la lengua se le incorpore una categoría discriminatoria que, lejos de favorecerla, vaya contra la integración social.

Y es que ni la identidad ni la territorialidad tienen conexión alguna con la existencia de una sola cultura y una sola lengua, e incluso las culturas pueden perdurar, incluso, después de haber adoptado otro idioma. Un ejemplo bien palpable lo encontramos en el Imperio romano, de cuyo Derecho, cultura, organización política, económica y social somos herederos los europeos y países que nacieron de su aculturación (caso de Estados Unidos, los Estados de Latinoamérica y Australia). Pero volviendo a la pretendida relación entre nacionalismo y lengua, hay que tener en cuenta que las lenguas minoritarias estándares (normalizadas) que se aprenden en las escuelas de la mayoría de países de Europa y que se escriben --dejando a un lado el mayor o menor número de personas que las habla-- son relativamente recientes. Así, por ejemplo, el flamenco enseñado en la Bélgica actual, no es el que las madres y las abuelas de Flandes utilizaban con sus hijos. Y lo mismo ocurre en España.

El concepto de nación, o nacionalidad por tanto se articula principalmente, a partir de la aplicación del derecho (y garantías inherentes a él) de ciudadanía. Así los ciudadanos españoles gozamos de unos derechos, deberes y obligaciones que recoge la Constitución Española y que son el único marco posible en el que los Gobiernos, elegidos democráticamente, pueden legislar. Y la misión del Estado no debe ser otra que la de garantizar y velar porque se cumplan los derechos fundamentales de sus ciudadanos: educación, sanidad, trabajo, una vivienda digna, la no discriminación laboral por razones de edad, sexo, religión u origen de nacimiento... Sólo si la ciudadanía siente que funciona el Estado de Derecho y que goza de las garantía sociales que emanan de un Gobierno sensible a sus necesidades podrá darse la circunstancia de que se desarrolle en España un verdadero espíritu de patriotismo y orgullo de pertenencia a un proyecto común.

Por camino opuesto se dirigen los políticos que, elegidos democráticamente por el plebiscito de toda la ciudadanía, son seducidos por la tentación de utilizar la Historia como elemento de diferenciación y no de la necesaria unidad que nace de la diversidad. Es así como, en busca de un mítico pasado histórico en el que sustentar su singularidad, estos políticos acaban por identificar una cultura, una lengua y un sentimiento con un territorio. Pero estas invenciones históricas, a la larga, no pueden acarrear a quienes las crean y propagan sino la pérdida de su credibilidad y confianza.

Nada nuevo, por otro lado, pues como ya apuntó el desaparecido historiador Eric Hobsbawm, los fenómenos nacionales no se podrían investigar adecuadamente sin prestar una atención cuidadosa a "la invención de la tradición".

Historiador y periodista