Una semana después de la irrupción de Vox en el Parlamento andaluz con la categoría de clavico del abanico, las elucubraciones sobre cómo y porqué 400.000 andaluces introducen en la urna una papeleta rojigualda, grapada al manual de expulsión de inmigrantes y poniendo en duda las cifras sobre la violencia contra las mujeres, se acumulan en los canales de opinión. Hay quien propugna que sus votantes no tienen ideología sino impulsos simplistas; una interpretación que no dejaría en muy buen lugar a las formaciones de derechas de las que mayoritariamente proceden, y la abstención. Se van al extremo, para diferenciarse de las siglas de la casta nacional, que les saben a poco. Y se meten y nos meten en un escenario que por Europa, en EEUU y hasta en Filipinas se nutre de actores que relatan un guión más que preocupante. Y que en mayo, de no mediar un frenazo emocional provocado por la propia sorpresa del inesperado éxito en Andalucía, se podría expandir por las autonomías y ayuntamientos. Y no digamos hacia Bruselas, donde sus homólogos ya tienen pupitres. Porque la clave de la inmigración, una de las que más exhibe Vox en sus proclamas, curiosamente afecta en mayor medida en el empleo de extranjeros a otras comunidades. La media nacional es del 11,4% (en Aragón del 13% y en territorios muy turísticos como Baleares, un 23%), pero en Andalucía apenas llegan al 8%, así que la percepción de «invasión» no encaja. En El Ejido --donde Vox barrió-- sí, pero allí los reclaman a bajo precio en los invernaderos. ¿En qué quedamos?

*Periodista