Poco importa el mea culpa de las autoridades iranís a los deudos de los 176 fallecidos el miércoles pasado a causa del misil disparado contra un avión ucraniano que acababa de despegar del aeropuerto de Teherán. Por mucho que insista el régimen de los ayatolás en que se trató de «un error imperdonable», en que los responsables del desastre responderán ante la justicia y en que las cajas negras serán enviadas a Francia para que sean analizadas -Irán carece de la tecnología necesaria para hacerlo-, lo cierto es que 176 inocentes perdieron la vida en medio de un irresponsable clima prebélico alentado por Estados Unidos y por la república islámica. Y es asimismo bochornoso que en las horas que siguieron al siniestro se optara a ambos lados de la divisoria por la opacidad, las versiones interesadas y una grosera utilización política de las víctimas.

Por lo demás, el reconocimiento público del desastre no hace más que reforzar el convencimiento de que debieron ser las pruebas tan abrumadoras desde el primer momento, como se ocuparon de airear Estados Unidos y Canadá, que resultó imposible ocultar la realidad. Pero, reconocida esta, y es de esperar que cumplido a la mayor brevedad el deber básico de compensar a los familiares de los fallecidos en el accidente, es exigible al Gobierno y al Ejército iranís que expliquen por qué se mantuvo abierto a vuelos civiles el espacio aéreo mientras desencadenaban un ataque contra dos bases estadounidenses en suelo iraquí. Y es asimismo exigible a Estados Unidos que confirme o desmienta si tenía aeronaves militares en cielo iraní que pudieron inducir a confusión a las defensas de Teherán e interpretar la señal propia de un avión civil con la de un misil de crucero.

La ineludible transparencia iraní de ahora no debe inducir unas falsas expectativas: la sombra de la sospecha y la degradación de la imagen del régimen obligaba al reconocimiento público de culpa. Pero desde que la muerte de un contratista estadounidense dio pie al intercambio de golpes y a la escalada, los objetivos de ambas partes se han mantenido intactos: Estados Unidos aspira a debilitar al máximo a Irán e Irán pretende convertirse en una potencia nuclear regional. Es decir, que lo más probable a corto plazo es que el secretismo y la situación de ni paz ni guerra vuelvan a adueñarse del escenario.

En última instancia, el siniestro del vuelo Teherán-Kiev de Ukraine International Airlines confirma la peligrosa volatilidad de la situación en el golfo Pérsico, que solo puede atenuarse mediante dosis de prudencia masivas, pero improbables, en la Casa Blanca y en el entorno de Alí Jamenei. La exigencia de disculpas públicas y diplomáticas hecha por Ucrania y de cooperación dirigida por Canadá a Irán para esclarecer lo sucedido tendrán solo un efecto de alcance limitado si estadounidenses e iranís se atrincheran en sus conocidas posiciones. Así que es legítimo preguntarse una vez más cuáles pueden ser en la región los efectos devastadores de una guerra con todos sus atributos si se agrava de nuevo el clima de hostilidad.