El veto de Rusia a las importaciones agrícolas de países de la UE ha causado, como es normal, gran inquietud en el sector, pues toneladas de alimentos han quedado sin el destino esperado. Nada más lógico que la preocupación de los productores, cuyo trabajo puede quedar sin la salida esperada. Sin embargo, la solución al problema pone de manifiesto, una vez más, la profunda irracionalidad e inmoralidad del capitalismo, un sistema no construido a escala de las personas, sino en función de los intereses de un deshumanizado mercado.

De manera eufemística, la ministra de Agricultura ha propuesto la retirada de toneladas de alimentos. Eufemística por cuanto "retirar" es otra manera de decir destruir. No es la primera ni será la última vez, a no ser que le pongamos remedio, que se destruyan productos agrícolas para evitar la bajada de sus precios, pues, en este caso, desaparecida la demanda rusa, el exceso de oferta en el mercado interior podría provocar un desplome de precios. Si nos colocamos en la lógica del mercado, la decisión es coherente. Ahora bien, si lo analizamos desde una perspectiva de interés humano, alejada, por tanto, de la lógica mercantil, no parece en absoluto adecuado que en un momento en que, como consecuencia de la crisis, hay hambre en ciertos sectores sociales, se proceda a destruir alimentos. Nada más inmoral que la habitual práctica de destrucción de alimentos en unas zonas del planeta mientras en otras la gente muere de hambre. Esa es la lógica del mercado, del capital, pero no de los seres humanos.

Dicen que la economía es la asignación de recursos a la población. Esa es una definición en abstracto, que nada tiene que ver con el funcionamiento de la economía capitalista. En el caso de la agricultura se observa con meridiana claridad que la lógica del mercado no beneficia ni a los productores ni a los consumidores, sino exclusivamente a los intermediarios. Los productores, los agricultores apenas ven recompensado su trabajo, con unos precios de los productos en origen que en ocasiones apenas resulta rentable el trabajo dedicado. Nuevamente se pone de manifiesto que la idea liberal de que la riqueza personal procede del trabajo es falsa, pues quienes realmente trabajan, producen, son quienes menos beneficios extraen.

Si en la industria, los productores no son dueños de lo que producen y reciben un salario muy por debajo de lo producido, en la agricultura el productor sí posee el producto, pero está sometido a las imposiciones de las distribuidoras. Por su parte, el consumidor rara vez ve reflejados en los precios las bajadas que los aumentos de producción deberían implicar.

En alguna ocasión, hablando del conglomerado bancario, en el que, de nuevo, quienes menos trabajan, los grandes ejecutivos, amasan fortunas por gestionar nuestro dinero, que se apropian como si fuera suyo, he dicho que vivimos un sistema que a nadie en su sano juicio se le hubiera ocurrido diseñar de este modo. Son las élites económicas y políticas quienes, pensando exclusivamente en su beneficio, al que llaman interés general o bien común, han montado este tinglado demencial. Productos que producimos con nuestras manos y que, sin embargo, pertenecen a los que no trabajan, alimentos que cultivamos con esfuerzo para que el beneficio se lo lleven otros, dinero que ingresamos en bancos para que desaparezca en las voraces fauces de sus ejecutivos en forma de pensiones escandalosas o indemnizaciones astronómicas por dejar de "trabajar".

No solo desde una óptica política, sino también ética, urge pensar otro sistema. Un sistema pensado a escala humana, en el que realmente se pongan por delante los intereses de la mayoría social del planeta en su conjunto. La crisis ha comenzado, en Europa, a abrir los ojos de una gente adormecida por el opio consumista. Se trata, entre todos, de construir una mirada humana. Profesor de Filosofía. Universidad de Zaragoza