El drama de la emigración sigue escribiendo páginas muy tristes en las costas españolas, italianas, griegas, o en la frontera de México con Estados Unidos. Joe Biden, obviamente, no va a responder, como hizo Trump, con el supremacismo y la fuerza a esos desesperados y, al mismo tiempo, esperanzados polizones de nuestra época, a los desheredados y pobres de la tierra que huyen de sus lugares de origen, donde les acechan la miseria y la muerte, en busca de un destino mejor (de un destino); pero tampoco sabe muy bien Biden qué hacer. ¿Quién lo sabe, cuál sería una justa política migratoria para garantizar los derechos humanos? España teatraliza desde hace tiempo una posición solidaria que luego no pone en práctica, limitándose a regular el flujo migratorio a golpe de devoluciones, trenes y barcos en la noche retornando a los mismos hombres y mujeres que el mar, por error, arrojó en brazos de una esquiva prosperidad…

Pero el drama viene de antiguo. Así, el escritor francés George Perec se remontó a los primeros tiempos de la más pequeña y famosa de las islas del río Hudson, un peñasco frente a Nueva York, la mítica Ellis Island, para narrar, o poetizar, más bien, las enormes oleadas migratorias que contribuyeron decisivamente a poblar los Estados Unidos en las primeras décadas del siglo XX.

Desde todos los países de Europa, desde nuestra Galicia a la Galitzia eslava, desde los confines de Rusia hasta los prados de Irlanda o los volcanes de Islandia una marea humana se dispuso a cruzar el océano Atlántico de cualquier manera para tratar de abrirse camino en el Nuevo Mundo. Ya en los ochenta, frente a la Estatua de la Libertad, Perec tomó notas y describió con profundos sentimientos esas escenas de los recién desembarcados frente a los pupitres de inmigración, frente a los funcionarios y médicos que habrían de ficharlos, auscultarlos, evaluarlos y, finalmente, decidir si les dejaban entrar o si, por el contrario, les obligaban a darse la vuelta en la sentina del mismo barco.

Leyendo Ellis Island de Perec, texto extraño, a ratos kafkiano, ora evangélico, nos metemos en la piel de aquellos emigrantes, hijo cada uno de una tierra remota, huido o expulsado de allá, y haciendo cola, fila, número en Ellis Island, como ante las puertas del cielo…