Si no existiera el transcurso del tiempo, no habría prisa. Y si no lo midiéramos permanentemente, no sabríamos que la tenemos. Hay dos comportamientos que indican que nos hacemos mayores.

El primero es el interés por el tiempo meteorológico y el segundo, el deseo de hacerlo todo con prisa. Los jóvenes son muy activos, los adultos están muy ocupados y a los ancianos se les acaba el tiempo. Pero en las tres circunstancias, todo pasa deprisa.

Lo hemos comprobado estos meses de pandemia. En realidad no tememos un nuevo confinamiento estricto. Lo que sentimos es pánico a la paralización del tiempo que percibimos cuando no se podía salir de casa. Podemos vivir y trabajar con más o menos agobios. Pero no sabemos hacerlo sin prisa.

El señor conejo blanco, de Lewis Carroll, es la mejor representación humana de Alicia en el país de las maravillas. La agilidad es una conducta animal, adaptativa y útil para la supervivencia y reproducción. Pero la prisa social humana, alejada de los instintos, está cargada de ansiedad, estrés e inutilidad. Los psicólogos no catalogamos un «trastorno de la prisa», pero sí estudiamos estas conductas tan comunes. Usted quiere coger el ascensor. Hay una persona delante que ya lo ha llamado y está encendido el botón correspondiente. En unos segundos se impacientará y volverá a presionar el mismo interruptor. Llegan nuevas personas que en breve le mostraran su solidaridad digital y torturarán compulsivamente el maldito botoncito. Salvo la primera acción, todas las demás han sido absurdas.

Pero una y otra vez seguimos actuando así en el mundo de los ascensores o los semáforos dotados de pulsadores. Nuestra inquietud por cruzar rápidamente la calle llevó a los urbanistas a seguir pautas psicológicas para indicarnos el tiempo que resta para que cambie de color la luz del disco luminoso. Se genera así una falsa creencia de control para calmar la urgencia por cruzar un paso de peatones.

Actuamos deprisa, hablamos con rapidez, pensamos con prisa y el círculo vuelve a empezar cuando buscamos con ansiedad, qué hacer, deprisa. La conclusión es que nos volvemos personas ocupadas no porque lo estemos, sino porque actuamos como si lo estuviéramos. En consecuencia nos volvemos más irritables. Y nos cansamos más.

No deja de ser una respuesta natural ante el exceso, por muy ficticio que sea, de tanta ocupación. Las pautas de relajación, planificación y control de pensamientos son útiles en estos supuestos.

La prisa natural es la que demanda la ciudadanía para acelerar las vacunaciones. En cambio descubrimos conejos blancos, auténticos yonquis del inyectable, con prisa acelerada por sentir en su piel el fármaco contra el virus. La utilización en beneficio propio de la mezcla de poder y egoísmo es uno de los comportamientos más detestables y peligrosos del ser humano.

En este sentido ningún animal es tan salvaje, ya que estos solo se rigen por instintos. La racionalidad que pretende justificar esta perversión es pura maldad. Entre los «antivacunas» y los «correvacunas» no hay tanta diferencia cultural. ¿Se imaginan qué pasaría si ese pinchazo evitara una muerte segura? Quienes han sufrido un episodio de inoculación precoz han sucumbido a la tentación de esta particular «isla de las vacunaciones».

¿Cómo se iban a resistir a la mirada tierna de esa Michelle Pfizer, o ese cuerpazo de la Moderna? Han hecho realidad eso de: «Lo mejor de la tentación es pincharse con ella». Deberían acudir a la hoguera de la vergüenza, y tirarse allí con la misma energía que demuestran por su adicción al chute sanador. Señor Simón, señor Illa, no les perdonéis, porque saben lo que hacen.

Las buenas noticias llegan desde el otro lado del Atlántico con la toma de posesión de Biden. Un acto en el que casi se reza más que habla. La madurez democrática en ese país se alcanzará no porque tras Obama llegue a la presidencia una mujer o un gay, sino una persona atea.

Se ha ido Trump pero deja sus huevos envenenados. A los progresistas discretos se nos llama radicales revolucionarios cuando revertimos las medidas que perjudican a la mayoría. Asimilamos como un gran avance recuperar lo obvio.

Pasó lo mismo para arreglar los desmanes de Aznar y Rajoy. La autoestima de la izquierda debe imponerse a la timidez en la que caemos involuntariamente. Para contrarrestar a la «derechita cobarde» tenemos un Gobierno volcado con la mayoría desfavorecida. Y para hacer frente a los herederos franquistas de Abascal, está la izquierda orgullosa de su historia política y sindical que reivindica la memoria de los abogados laboralistas de Atocha, asesinados por la ultraderecha hace hoy 44 años.

El viernes estuvo Sánchez en Zaragoza. Al tercer intento vimos a Lambán con el presidente del gobierno de España. Los agentes sociales fueron los testigos del encuentro en el que presentó el Plan de Recuperación. Pedro, el renacido, se resistió a apoyar a Rajoy como le pedían sus barones. Pero el mérito fue sobrevivir al maleficio del ejeano. A Javi Potter se le encoge la varita ante un mago de escala sideral.

Tras el aviso de Ferraz a la trianera andaluza, mejor que se cuide D. Javier. No vaya a ser que a los dioses de la Moncloa les dé por tocar alguna nariz maña en este año de congresos mágicos, en España y Aragón. Las presas, mejor sin prisas.