En un emotivo poema en el que el magnífico poeta cubano Luis Rogelio Nogueras rinde tributo a los judíos exterminados en Auschwitz, este se pregunta cómo es posible que, tras el infinito sufrimiento experimentado por el pueblo judío durante los años del holocausto, "haya olvidado tan pronto el vaho del infierno". Y, efectivamente, un pueblo que ha hecho de su memoria histórica una narración constantemente presente, que siempre mira, para no olvidar, hacia un pasado de terror y temblor, que hace de la alianza con el dolor de sus generaciones pasadas una seña de identidad, sin embargo, muestra un total desprecio hacia el sufrimiento y el dolor ajenos, encarnados en el pueblo palestino, al que somete a una política de concentración y exterminio que se asemeja a la que él mismo sufrió en los tiempos del III Reich.

Son muchas las décadas que la potentísima maquinaria bélica israelí, alimentada por EEUU y Europa, se aplica, de manera desproporcionada, salvaje, terrorista, a la destrucción de vidas palestinas. No vidas de combatientes, o de terroristas, sino de población civil que, además de verse privada de sus derechos humanos más básicos, se convierte en objetivo de los indiscriminados bombardeos del genocida ejército hebreo.

Un profeta judío, Jesús de Nazaret, dijo aquello de "por sus obras les conoceréis". Las obras del Estado de Israel nada tienen que ver con las de un país democrático, defensor de los derechos humanos. Más bien, su práctica constante (tortura generalizada, asesinatos extrajudiciales, respuestas desproporcionadas e indiscriminadas), convierte a Israel en un peligroso estado fascista y genocida. Las fotos de niños ensangrentados, muertos, tirados en el suelo, deberían remover las entrañas de la gente de bien de todo el planeta para poner coto, de una vez, a la violencia israelí. Son demasiados años asistiendo a la misma ceremonia de la destrucción planificada.

No cabe duda de que Israel tiene derecho a perseguir a los asesinos de sus ciudadanos, pero no lo tiene a criminalizar a todo un pueblo. Israel ha de saber que, como todo estado, debe someterse al imperio de la ley, respetar fronteras, no aplicar castigos colectivos, no atacar a civiles desarmados. Y solo si se le dice con contundencia y decisión existe alguna posibilidad de que acabe ajustándose a la legalidad internacional. Son, quizá, demasiados años vulnerándola gratis. Por desgracia, en nuestro país, los partidos sistémicos se han convertido hace tiempo en cómplices de la sangre derramada.

Porque Israel no solamente no es reconvenido por sus constantes prácticas terroristas, por ser el estado en todo el mundo que se vale del terrorismo de una manera más sistemática. Bien al contrario, Israel recibe un trato de privilegio que carece de toda justificación. Por poner un ejemplo nimio: las situaciones de conflicto generadas por un país han solido ser contestadas con la exclusión de dicho país de las competiciones deportivas internacionales. Israel nunca se ha visto en una situación tal. Muy al contrario, a pesar de ser un país asiático, participa habitualmente en las competiciones deportivas europeas.

La terrible historia del pueblo judío en el siglo XX no justifica, de ningún modo, la permisividad de Occidente con el actual estado de Israel. Si Israel, precisamente por el respeto a la memoria de sus víctimas, que son víctimas de la Humanidad en su conjunto, no es capaz de atenerse a las leyes, es hora de que se le exija su cumplimiento. Incluso por el propio interés de Europa e Israel, pues las políticas genocidas aplicadas por el estado hebreo hacen de fermento para los sectores más violentos del integrismo islámico.

Profesor de Filosofía. Universidad de Zaragoza.