Si hay una actitud ética que pueda adscribirse a eso tan difuso que llamamos izquierda, esta es la autonomía, es decir, la idea de que los individuos deben tomar libremente sus decisiones, sin estar sometidos a imposiciones de terceros. En el vocabulario filosófico, a la autonomía se le opone la heteronomía, esto es, el sometimiento del sujeto a los dictados de otro, sea este una persona o un código establecido e inamovible. Por poner un ejemplo, todas las religiones son heterónomas, pues establecen una serie de normas de conducta a las que las personas deben someterse. La autonomía, cuya expresión moderna podemos encontrar en la obra de Kant y en la Ilustración, apuesta por individuos capaces de adoptar su propias decisiones, tomando en consideración las diferentes opciones que el mundo presenta y superando las prescripciones que las religiones o morales establecidas pretenden imponer.

La autonomía apela a la libertad del sujeto. Cierto es que podríamos argumentar, desde Spinoza, que esa libertad no puede ser desvinculada del conjunto de condicionantes que acompañan a nuestra vida y que hacen que todas nuestras acciones puedan ser explicadas desde un «algo», un afecto, que nos lleva a realizarlas, como explica magníficamente Lordon en su libro Los afectos de la política. Pero, a pesar de esas dificultades e impedimentos, podríamos afirmar que desde posiciones progresistas siempre se ha enfatizado en la necesidad de que el sujeto, críticamente, tome sus propias decisiones, sin que estas le sean impuestas de manera imperativa.

Esa es la divisa, a mi modo de entender, de una posición de izquierda. Y digo de una posición, pues en ocasiones la izquierda ha caído también en el dogmatismo y la heteronomía y ha arrasado con ese precioso principio de autonomía sin el que es imposible construir una política realmente de izquierda. La derecha, por el contrario, siempre se ha caracterizado por su carácter prescriptivo, por decirle a la gente cómo tiene que vivir, bien sea imponiendo una religión o un código de conducta incuestionable.

Sin embargo, de un tiempo a esta parte en el ámbito de la izquierda, y de una izquierda que se tiene por radical, se ven aparecer posturas muy sectarias, dogmáticas y heterónomas, que han decidido haber encontrado la verdad y, con ella, la vida, es decir, la forma de vida correcta que todos debemos adoptar. Sus actitudes no dejan de poseer un halo religioso, con la consiguiente voluntad proselitista del iluminado. Han descubierto la verdad y están decididos a imponerla.

Estas posiciones se atreven a establecer cómo hay que comer, cómo hay que amar, en resumidas cuentas, cómo hay que vivir. Y así, quien no se atiene a su estricto código de conducta, es mirado con sospecha. Peligrosísima actitud, pues se cree en el derecho de escrutar a los demás y decidir si su vida se ajusta a lo que debe ser. Es decir, la misma actitud que todos los dogmatismos y sectarismos religiosos, contra los que la izquierda se ha alzado históricamente, han llevado a la práctica.

La verdad es que a mí el ámbito de las prácticas personales me suscita mucho escrúpulo, en el sentido de que, consciente de mis contradicciones, no me siento demasiado capaz de juzgar a los demás ni de imponerles formas de vida. A pesar de mi apuesta ecologista, tiro demasiado del coche, precisamente para irme a la naturaleza, a pesar de mis convicciones comunistas, vivo en una casa muy burguesa y, de vez en cuando, me doy un capricho en forma de un vino más caro de lo habitual (a ver, no vayan a pensar en Vegas Sicilias y esas cosas, hablo de un vino que supere los 10 euros), a pesar de mi crítica al consumismo, compro más libros de los que puedo leer. Quien esté libre de contradicciones, que tire la primera piedra.

Si algo debiéramos haber aprendido es el valor de la diversidad, el respeto a las muy diversas opciones de vida. No hemos luchado tanto en favor de que cada cual pueda amar y vivir como crea conveniente para que nos encontremos con nuevos sacerdotes y sacerdotisas que quieren descubrirnos el recto camino. Porque queremos un mundo donde quepan muchos mundos.

*Profesor de Filosofía. Universidad de Zaragoza