Vivimos en una sociedad cada vez más desigual. Las estadísticas muestran que en los últimos 35 años las sociedades desarrolladas han cambiado la tendencia de crecimiento más o menos igualitario mantenido durante las tres «décadas gloriosas» del capitalismo, por otra en la que los más ricos han crecido muy por encima de la mayor parte de la población, en un fenómeno de acumulación de capital prácticamente desconocido desde la revolución industrial. Las cifras de productividad y salario medio son un buen dato para entenderlo: si tomamos el año 1945 como punto de partida, la productividad alcanzó un 400% en 2010, mientras que los salarios medios de un trabajador alcanzaron tan solo un 210% respecto a mediados de los 40.

Como bien explica Walter Streeck en Comprando tiempo, la desregulación financiera y laboral iniciada a finales de los setenta y que todavía sufrimos, junto con la reducción de la fiscalidad de los estados, ha conducido a un mayor endeudamiento de las economías nacionales y al consiguiente crecimiento de las desigualdades como consecuencia de la pérdida de empleos y del empeoramiento de las condiciones laborales de muchos trabajadores.

El precariado, la figura del trabajador cuyo sueldo apenas permite llegar a final de mes, convive con la de los parados de larga duración, los empleados poco cualificados y minorías que, directamente, carecen de ingresos y engrosan ese creciente colectivo de excluidos..

Esta desigualdad tiene un rostro eminentemente urbano y a menudo provoca el surgimiento de getos dentro de las grandes ciudades en los que una parte de sus habitantes responde a un mismo perfil de baja formación, escasa cualificación profesional, nivel de renta bajo y pertenencia a una minoría social. Pero además, estos perdedores de la globalización sufren también una exclusión añadida que tiene que ver con el alejamiento de los medios de participación democráticos. Desde hace ya algunos años resulta evidente que participación baja y desigualdad son fenómenos paralelos.

Si este fenómeno resulta evidente en el caso de las grandes ciudades como Madrid o Barcelona, o en el de aquellas con niveles de exclusión muy altos como Sevilla o Málaga (en los que hay barrios con porcentajes de participación que a veces no llegan al 25%), no resulta complicado encontrar situaciones similares en aquellas de tipo medio como Zaragoza, en las que nivel de renta y abstención son inversamente proporcionales. Así, en aquellos distritos donde el nivel de ingresos familiares es mayor (Centro y Universidad), la participación en las elecciones generales oscila entre el 78 y el 80%; mientras que en aquellos con una renta media más baja (Las Fuentes, Torrero, San José, Delicias y Casco Viejo) difícilmente supera el 70%. Igualmente en el caso de las municipales y autonómicas, donde la diferencia oscila entre una participación de entre 70 y el 72% de los barrios más ricos, frente al 60-63% de los más pobres.

Estas diferencias afectan sustancialmente a los resultados de los partidos, ya que el electorado más conservador, que vive mayoritariamente en los barrios acomodados, suele apoyar a partidos de centro-derecha y demuestra tener una mayor fidelidad de voto, mientras que los partidos de la izquierda, que suelen nutrirse de los votantes que habitan los barrios obreros, tienen más dificultades para movilizar a su electorado.

Asumido esto, parecería lógico que los partidos de la izquierda promoviesen iniciativas encaminadas a favorecer el voto de los expulsados del sistema. Si nos fijamos en Podemos no parece que, de momento, haya sido capaz de movilizar a esta parte del electorado. Según los datos del CIS, los apoyos a Podemos proceden mayoritariamente de los votantes más jóvenes, de los encuadrados en las clases medias, y de aquellos con una formación superior. Por su parte, el PSOE parece ser el partido que mejor recoge las inquietudes de los los ciudadanos más desfavorecidos, puesto que sigue siendo la fuerza mayoritaria entre los trabajadores menos cualificados y los votantes con rentas por hogar más bajas. Paradójicamente, las decisiones de los socialistas de los últimos meses parecen ir más encaminadas a un electorado de centro (espacio en el que el Partido Popular y Ciudadanos se han hecho fuertes), que a uno situado a la izquierda.

Independientemente de que ambos partidos tengan la legítima intención de ampliar su electorado, a fin de convertirse en destinatarios de los votos de la mayoría de la población española que afirma encontrarse en una opción ideológica de centro-izquierda, resultaría muy triste que ese sector creciente de abstencionistas siga sin encontrar un partido capaz de transformar su percepción de que la participación democrática no tiene nada que aportar para mejorar sus condiciones de vida. Articular un programa en el que tengan cabida propuestas de progreso social que promuevan la reintegración de estos ciudadanos, es un ejercicio de responsabilidad que corresponde a la izquierda, pero también una apuesta estratégica capaz de movilizar a un colectivo de votantes que, en estos momentos de incertidumbre por el futuro, podrían determinar qué partido ocupa la posición hegemónica de la izquierda en nuestro país.

*Historiador y editor de Glocalistas.net