La contraposición izquierdas-derechas se ha diluido o su naturaleza ha cambiado. Emergen nuevas contradicciones que ya no forman parte de los packs ideológicos de la Edad Contemporánea. Por ejemplo la que plantean las últimas reivindicaciones identitarias o nacionalistas (en España y otros estados miembros de la UE). Pero la geometría política que se inició con la ubicación de los diputados en la Asamblea Nacional Constituyente francesa (1789) todavía sigue funcionando y determina la lucha democrática por el poder.

A estas alturas, las izquierdas españolas no están tan alejadas de sus referentes históricos. Siguen divididas y peleadas entre sí. Admiten como cosa natural la alianza, aunque sea circunstancial, con los nacionalistas periféricos. Pretenden representar el polo social y democrático frente a la supuesta subordinación de las derechas a los intereses de las élites económicas y al ramalazo autoritario que adorna desde siempre al bando conservador.

A partir de ahí todo resulta bastante laberíntico. Actualmente, las izquierdas españolas han sido víctimas colaterales del desafío independentista lanzado sin ningún miramiento por los nacionalistas catalanes. El PSOE ha optado por cerrar filas con el constitucionalismo unionista dejando a un lado (de momento) su presunta vocación federalizante. Podemos ha optado por quedarse en tierra de nadie, desbordado por los radicalismos españolistas y catalanistas. Al tiempo, ni los socialdemócratas ni los alternativos han sido capaces de elaborar proyectos económicos propios que permitiesen enmendar la deriva ultraliberal de los gobiernos conservadores. Hace bien poco (2015), los socialistas querían gobernar con el apoyo de Ciudadanos, y el podemismo se encelaba con el sorpasso. Compitiendo por la misma clientela electoral, unos y otros han intercambiado codazos sin entender que no cabe desarrollar gobiernos progresistas sin el PSOE o contra él, pero tampoco es posible hacerlo mimetizándose con la derecha. Quizás ahora (las izquierdas) lo vayan entendiendo.