Las lecturas de la infancia y adolescencia perduran en la memoria como un tesoro recóndito, al margen del implacable olvido; así, de tanto en tanto tornan a la luz, muchas veces de forma tan sorprendente como inesperada. Es justo lo que me acaba de suceder merced a la representación de Jane Eyre, en el Teatro Lliure de Barcelona. Al finalizar mi séptimo año del Bachillerato Técnico Administrativo, las alumnas dejamos de redactar cartas comerciales en inglés para introducirnos en la literatura inglesa; tuve entonces ocasión de leer la versión original de la celebérrima novela de Charlotte Brontë y sumergirme en la apasionante y romántica vida de su protagonista, tantas veces llevada al celuloide y, en esta ocasión, a la escena, encarnada por Ariadna Gil. En el relato, Charlotte nos traslada muchas de las vicisitudes que con tanta dureza le afectaron personalmente, como la experiencia de un cruel internado y sus sombrías perspectivas vitales, amenazadas por carencias afectivas y también materiales, incluso una escueta nutrición que tanto favorecía la omnipresencia de dolencias como la tuberculosis, auténtico azote que sacudió con extrema violencia el devenir de la familia Brontë y que también terminaría por arrebatarle la vida a Charlotte. Jane Eyre se alza contra la desventura y se enfrenta a la adversidad haciendo gala de sólidos valores morales; sinceridad y bravura se dan la mano sin menoscabo de la tolerancia y comprensión a lo largo de muchos años de dramáticas tinieblas, hasta que la novela, tras hacerse mucho de rogar, alcanza un final feliz... que la existencia de su autora no compartió. Y es que, en la vida real, lo peor del ser humano exhibe un falso y nefasto brillo que tiende a eclipsar las auténticas virtudes. Que ahí siguen, ¡claro que sí!

*Escritora